El tren
El TAV es una fantasía,un deseo prohibido en la tierra de la abundancia
Hoy toca hablar de trenes, un tema que me despierta y levanta recuerdos. Los usuarios de la alta velocidad empiezan a tener un síndrome que ... consiste en llevar mochilas llenas de comida, agua y baterías de repuesto para que los apagones, las catenarias caídas o el robo de los cables no les pillen desprovistos de provisiones cuando pernocten en mitad de la nada. Pero para los ciudadanos del País Vasco, el tren de alta velocidad es una experiencia de la que no podemos gozar o padecer. Ese tren, es una promesa incumplida desde que servidora llevaba trencitas, una fantasía, un deseo prohibido en la tierra de la abundancia.
Ignoro, tal y como están las cosas, si el aislamiento atávico nos ha beneficiado o perjudicado, lo que sí ha hecho es privarnos de una comunicación acorde con los tiempos. Las causas tenían distintos discursos, dependiendo de quién las diera; la geografía montañosa, el terrorismo, las prioridades o el temor de que llegaran a descubrir lo bien que vivimos aquí.
En este momento, he dejado de prestar atención a las promesas, soy un miembro más de esa empalizada de desencanto que se levanta entre los ciudadanos y los políticos. Mas aún si los sueños dependen de ese curioso Ministerio de Transportes, que podría ser tema para una novela de 1.000 páginas.
De niña, cuando el verano asomaba la nariz, hacíamos las maletas y nos íbamos a un pueblo con playa situado a menos de treinta kilómetros de Bilbao. Esa distancia, que ahora parece ridícula, en aquel entonces era el gran viaje. Recorrer el trecho en un 'Seat 600' con papá fumando 'Ducados' al volante, mamá con la jaula del pájaro sobre los muslos y cinco hijos en la parte trasera divididos por las cañas de pescar, un traje y un vestido de boda colgado en ambas ventanillas, era una tortura solo soportable por el sueño de libertad que nos aguardaba. Recuerdo a mi padre diciéndonos que iban a construir una autopista de un momento a otro y que llegar allí sería coser y cantar. Todavía no hay autopista, aunque las carreteras son notablemente mejores.
Tampoco hay tren de alta velocidad y, a estas alturas estoy prácticamente segura que, aunque posea la longevidad de mi familia, cuando ese tren llegue al supuesto cuerno de oro, estaré criando malvas. Si supiéramos lo que sisaron de la obra pública antes y mientras el ministro se iba de putas quizás saldrían las cuentas, ya no digo para nuestro fallido tren, materia infinita de negociación, sino para el mantenimiento de esas vías a las que les sucede una suerte de impredecibles y constantes infortunios.
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