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Las herramientas del Asador Etxebarri, el tercer mejor restaurante del mundo
Repasamos con Bittor Arginzoniz los instrumentos, algunos creados con sus propias manos, con los que asa desde chuletas a caviar y yemas de huevo
El miércoles 26 de junio, el primer día en que Etxebarri figuró como tercer mejor restaurante del mundo en la lista The World's 50 ... Best, la web del asador de Atxondo recibió 3.700 peticiones para reservar una mesa. Al día siguiente fueron 3.400. Desde entonces, cada día, entre 300 y 400 personas mandan correos para poder sentarse un día en el asador. El teléfono de Etxebarri no para de sonar.
Cuando el 1 de julio se abrió el turno de reservas para los meses de septiembre, octubre, noviembre y diciembre, todas las mesas se completaron en apenas ocho horas. «Por curiosidad, pinché en un día al azar del mes de octubre. Había 500 personas en lista de espera, 500 personas esperando a que falle una mesa para venir a Etxebarri desde cualquier lugar del mundo. Aquí damos de comer a 30-35 personas... Si diera a 350, esto ya no sería lo mismo. El problema es que la gente no entiende lo que se hace en Etxebarri, cómo se hace y quién está aquí. Esto no es una empresa, esto depende de una persona que soy yo. El secreto de Etxebarri soy yo. En mi asador no hay recetas, solo trabajo», dice. «Ahora tenemos que aprender a gestionar el éxito y la frustración, el decir que no... Con todo lo que me costó lograr que la gente empezara a venir a Etxebarri... Tengo el móvil lleno de mensajes de gente que ni me hablaba y que ahora quiere comer aquí como sea», cabecea Bittor Arginzoniz (Axpe, 1960).
Como cada día de estos últimos 29 años, Bittor ha bajado de Uru, el caserío familiar. Vive en el mismo lugar en que su madre, Narcisa, trajo al mundo a sus hijos (Bittor es el mayor). En el mismo ámbito donde la todopoderosa abuela Eugenia imponía un orden en el que al niño Bittor -con toda la responsabilidad del mundo en su pequeña cabeza- le tocaba atender las tareas del caserío y vigilar sin pestañear el cocido que bullía en el fuego bajo, el sustento de toda la familia. No podía haber errores. Bittor Arginzoniz y su carrera de fondo hacia la perfección es consecuencia absoluta de aquella dedicación total, de su entrega a la satisfacción de un deber superior donde no caben ni errores ni distracciones.
Arginzoniz -ayudado por Estela Izquierdo- ha preparado ya las porciones de mozzarella con la leche fresca de las búfalas que pastan en las laderas del Anboto y ha echado un vistazo al complicado plan del día. 34 comensales. El 80% son extranjeros (estadounidenses, brasileños, ingleses , italianos...)
Héctor Gran quema las ramas de encina de Mendaro en los hornos para hacer brasa. Al tiempo, prepara unas kokotxas de bacalao al pilpil para la familia y ultima la disposición -como un altar- del instrumental que empleará Bittor en el servicio. Su compañero repela las últimas habitas de la huerta y el japonés Tetsuro Maeda se mueve entre verduras. El sumiller Mohamed Benabdallah atiende el teléfono -un repiqueteo sin fin- y su colega Aitor Garate -el hijo del panadero que sirve a Etxebarri- prepara los vinos...
«La intuición: el oficio se vuelve arte»
La idea es que Bittor Arginzoniz -formado como maestro industrial electricista- nos hablara hoy de su herramienta, de los artilugios que ha debido inventar para acomodar tantos y tan variados productos a la parrilla. No olvidemos que, en el principio, Etxebarri eran cogotes, chuletas, rodaballos y poco más.
¿Quién ha sido el maestro del parrillero de Atxondo? «Lo que sé me lo ha enseñado el tiempo», resume. «He tirado mucho género porque he aprendido a base de prueba y error... A algunos, mi cocina les parece primitiva. No me importa. Lo que vale es tener mano y ojo para saber cuándo algo está en su punto. Eso no es fácil. También, un sexto sentido que te indica el momento, una especie de intuición que convierte este oficio en un arte», dice.
«Al principio me sentaba en el bar de enfrente del Elkano, en Getaria, para ver cómo Pedro Arregi asaba cogotes y rodaballos. No me atrevía ni a preguntar. También iba mucho a donde Matías Gorrotxategui, de Casa Julián, en Tolosa. Pero allí tenía que sentarme a comer chuletas frente al fuego para ver cómo las hacía», sonríe.
Hoy Arginzoniz tiene parrillas para pasar ostras, kokotxas, espardeñas y txipirón. Sartenes perforadas con láser para saltear las gambas rojas de Palamós (de 60 g) lo justo para cocinarlas y respetar los jugos de la cabeza: «la mejor sopa de marisco que puede preparar un cocinero»; artilugios para ahumar el caviar iraní y unos recipientes como cubiletes donde se cuecen en su propia esencia los percebes que le llegan vivos desde la Costa de la Muerte. Las nécoras, explica en 'Etxebarri' (de Planeta Gastro), pesan un cuarto de kilo y vienen de Santoña. Las «asa» en una sartén de malla que cubre para que no se sequen. Cuando los jugos internos hierven, unas pequeñas burbujas aparecen en la cola de las nécoras. Es el momento preciso de retirarlas, explica el cocinero.
«El primer paso fue trabajar solo con leña, desechar el carbón. El segundo, crear mi propia brasa en hornos independientes para poder manejar su calor a mi gusto. El tercer paso fue la parrilla: poder moverla en altura y en distancia para controlar el tiempo y la temperatura...», rememora.
Helados y croquetas a la parrilla
Arginzoniz prepara ¡helado! que ahúma en la parrilla; es capaz de cuajar a la brasa la fina película de huevo que recubren las kokotxas y sirve también croquetas (rectangulares) cocinadas en el fuego. La revolución de la brasa que anunciaba el maestro García Santos llevada ya a niveles oníricos, estratosféricos...
Junto a la devoción por el producto (¡cuántos kilos de pescado ha echado atrás si no le respetan el origen¡) la dedicación absoluta de Arginzoniz a su oficio se muestra de forma patente en esas mismas croquetas de pollo, picasuelos sacrificados ese mismo día y que se cuecen 24 horas a baja temperatura en leche de vaca: de ahí saldrá la bechamel.
«Trabajo en lo que disfruto y trato de no desviarme de mi camino... Sé que soy una persona difícil de entender porque no me gusta mucho hablar con la gente», reconoce. «Antes, la comida era sinónimo de unidad familiar, el momento en que te inculcaban unos valores de respeto, humildad y honestidad... Hoy, esos valores se han perdido totalmente», se lamenta. «Me siento solo y saturado», remarca en una advertencia sobre los tiempos venideros.
Arriba, en una mesa de la terraza, Arginzoniz y su familia (hay diez trabajadores) comen y ríen al mediodía, antes del servicio, frente a un paisaje de prados, paredes de caliza y ovejas. Bittor -y la familia- se levantan, educados, para despedir al forastero -que les devuelve una cortina negra empleada para las fotos- en una ceremonia que ya apenas se ve. Puro respeto.
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