Alfonso Zamora, el sabio de los quesos
Tras una vida en la industria láctica, el que fuera impulsor de Quesos Ibar y asesor de grandes chefs vascos, dedica su retiro a experimentar en un pequeño laboratorio montado en su txoko
Hace años que vive retirado en un caserío del valle de Ayala, pero se resiste a desentenderse de un mundo –el de los lácteos– al ... que ha dedicado su vida. Donde antes se celebraban comidas familiares y encuentros con amigos, hoy se alinean cubas de cuajado, pasteurizadores, abatidores y cámaras de maduración. En este laboratorio improvisado en el txoko, Alfonso Zamora pasa las horas experimentando con fermentos y dando forma a quesos únicos que solo su círculo más cercano tiene la suerte de probar.
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Ya ha superado los ochenta, pero cuando hunde la lanza de cata en una de sus últimas creaciones, los ojos le brillan como a un chiquillo. «Esto son solo juegos», dice con modestia, mientras desliza una lasca hacia el invitado. Es una pequeña rueda de leche de oveja latxa, con la corteza aún joven y un corazón en plena ebullición microbiológica: empiezan a insinuarse notas azuladas, un momento de eclosión en ese organismo vivo que es el queso. A las papilas les cuesta un instante ubicarse en ese territorio todavía en formación, pero el cerebro celebra la oportunidad: no todos los días se prueba un experimento de uno de los mayores sabios del queso en Europa.
No es una hipérbole banal: Alfonso Zamora lo ha sido todo en el universo lácteo. Desde el desarrollo de la gran industria quesera a nivel continental hasta la producción artesanal bajo la etiqueta Ibar, pasando por su papel como asesor de cocineros de renombre en los mejores restaurantes del país. Él se resta importancia, pero mientras corta con calma nuevas láminas, las anécdotas se le acumulan en la memoria.
Manchego, Idiazabal y poco más
Nació en Bilbao en 1943 y se crió en el barrio de Indautxu, cerca del cuartel de Garellano. Era un tiempo de austeridad y estrecheces, donde el queso se reducía a unas pocas variedades genéricas: manchego, zamorano, Idiazabal, Roncal, algo de Burgos. Sabores ligados a un campo que se vaciaba a marchas forzadas. «Nada que ver con la diversidad que vino después».
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Él llegó al mundo lácteo por azar. La carrera de Químicas estaba en auge en aquel Bilbao industrial y ofrecía una salida laboral concreta. Para pagarse los estudios, se empleó en una central lechera local, donde se encargaba de analizar el genero. Allí comenzó a comprender que la modernización alimentaria llegaba preñada de posibilidades, pero también de trampas. «Hoy se tiende a idealizar los productos de antes, pero entonces se bebía mucha leche aguada, no había controles serios», recuerda.
Aquel joven inquieto y estudioso quería saber cómo se hacían bien las cosas. Francia era entonces el país al que mirar. Al acabar la mili tocó la puerta de unos productores del Bajo Pirineo que había conocido durante una visita a Bilbao. «A los 20 minutos ya me estaban despachando. ¡Pero si tengo la maleta ahí fuera!». Se quedó. Aquella empresa familiar terminó integrándose en un grupo y eso le permitió recorrer el país e inscribirse en la Escuela Superior de Agronomía e Industria Alimentaria de Nancy, donde se doctoró.
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Estudiaba con devoción y su curiosidad no pasó desapercibida. El grupo Unilever lo fichó para el desarrollo de negocio en Europa, donde acabó ocupando el puesto número dos. Allí pudo zambullirse en la investigación de mejoras y nuevos productos, con los medios al alcance de la gran industria europea. «Me vi en una posición que nunca habría soñado, menos siendo extranjero».
De vuelta a España, Zamora lideraría una etapa de efervescencia que transformó la alimentación doméstica. «El paso de la fresquera al frigorífico fue toda una revolución». Recuerda con nitidez el 'boom' del yogur –«hasta entonces se vendía en farmacias»–, o la comercialización de leche concentrada o estéril en botella de vidrio, iniciativas suyas impulsadas durante su etapa en la compañía Beyena.
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Para entonces, Zamora ya era un referente en el sector, disputado por varias industrias. Pero él quiso establecerse por su cuenta y fundó una quesería de cabra en Trujillo junto a un socio francés, para abastecer al mercado galo, escaso de caprino. Más hábil con los fermentos que con las finanzas, el proyecto terminó arrastrado por la quiebra del socio. «No lo veo como un fracaso, porque aprendí muchísimo».
Referente de la quesería artesana
Aquel revés le dio la oportunidad de aplicar los secretos de la gran industria a pequeña escala. Junto a su mujer, Maite, y sus hijas, Elisabeth y Sylvie, fundó Quesos Ibar, un proyecto familiar que luego inspiraría a muchos productores artesanos. «Había que empezar de cero. Nos habíamos quedado sin nada, el objetivo era subsistir, pero fue la etapa más feliz de mi vida», se emociona.
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Alfonso se recuerda recorriendo Bizkaia en una furgoneta, buscando ganaderos, haciendo contactos con distribuidores y llamando a la puerta de cocineros con quesos que marcaron un antes y un después en la gastronomía vasca. Si se le tira de la lengua, cuenta cómo enseñó a hacer burratas a Bittor Arginzoniz –cuando aún no era una figura mundial–, habla de sus colaboraciones con los Arbelaitz o los Arregi, o rememora cómo le consiguió a Juan Mari Arzak las tortas cremosas que se sirvieron en la cena previa a la boda de los hoy Reyes de España.
Ibar se desmanteló con su jubilación, pero Zamora sigue experimentando. Su último proyecto es un nuevo queso de oveja latxa que ha ido perfilando entre los años 2022 y 2024 y con el que busca «añadir una nueva variedad de alta calidad a la cada vez mayor diversidad de quesos vascos».
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Desde su pequeño laboratorio casero, advierte sobre la «estandarización de los fermentos» y las «leches perezosas» que desvirtúan el alma del queso, justo cuando más interés despierta entre el público. A los ochenta y tantos, su cuchillo sigue abriendo ruedas, y posibilidades.
Pionero en el despertar del queso vasco
Alfonso Zamora ha sido un gran referente del sector lácteo, con hitos como organizar a mediados de los 80 el primer Congreso Iberoamericano de Quesería, donde intervienen 22 países y él ejerce de vicepresidente del comité ejecutivo. En 1994 se hizo con una quesería abandonada en Artziniega y montó junto a su familia Quesos Ibar, que se convertiría en precursora de la renovación en el sector del queso vasco. Empezó con quesos de pasta blanda de oveja y cabra y fue pionero en hacer azules de cabra a nivel europeo. Sus innovaciones tuvieron gran aceptación en el sector de la restauración, que también vivía entonces un momento de despertar.
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