El chef del frío
El chef Fernando Sáenz se ha ganado un lugar único en la profesión gracias a su talento para convertir en helado un paseo de verano o la sombra de una higuera
Guillermo elejabeitia
Lunes, 13 de agosto 2018, 11:55
Una interminable cola de golosos cruza la calle Portales y termina –¿dónde si no?– en la puerta de una heladería. Pero no en una cualquiera. A este diminuto local de mármol negro en el corazón comercial de Logroño no se viene a por el recurrente helado de fresa o de limón, o quizá sí, sino a saborear la sombra de una higuera o un paseo de verano con aroma a heno, almendrucos e hinojo.
Fernando Sáenz
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Heladería della Sera Dirección: Portales, 28 (Logroño). Web: obradorgrate.com. Teléfono: 941222111.
Fernando Sáenz hace helados que remiten a recuerdos de la infancia, a la nostalgia de un pueblo o a las emociones que se despiertan al hacer una pausa y mirar con calma a nuestro alrededor. «¿Acaso no es el helado un paréntesis en el ritmo del día a día?», se pregunta. Y no le falta razón. El paseo hasta la heladería, la cara pegada en el cristal fantaseando combinaciones, la ardua decisión, el primer lengüetazo, los mordisquitos al barquillo, una gota que se desliza por la mano, el último suspiro del cucurucho, la frescura que todavía un rato después impregna la boca... El helado proporciona pequeños instantes de felicidad, fresca y sencilla, irremediablemente unidos al verano.
La memoria estival de Fernando, por ejemplo, huele a chopera junto al río, sudor de bicicleta y a un helado de plátano de color estridente. Cosas de pasar el verano en la ciudad. Ahora discurre en una encantadora casita a las afueras de Viana rodeada de frutales y hierbas aromáticas. No es una villa para descansar, o puede que también, sino el obrador donde produce su alucinante variedad de cremas frías. Allí, bajo un exuberante emparrado que vierte su sombra sobre la mesa de roble, Fernando apura el segundo café de la mañana y pasa revista a sus propios recuerdos para iluminar el camino entre los calurosos fogones del restaurante familiar y el congelador donde atesora sus joyas heladas.
Ideas peregrinas
Sus primeros pasos los dio en La Taberna del Tío Jorge, una casa de comidas en la capital riojana sin más pretensiones que las de servir una excelente cocina casera donde Fernando se ganó elogios tempranos por su buena mano con la repostería. Muchos logroñeses todavía salivan al recordar su antológica torrija. Al principio compraban los helados a un artesano de Vara de Rey, que arqueaba las cejas cada vez que Fernando llegaba con alguna de sus propuestas peregrinas. «Eso no se puede hacer», era la respuesta invariable del heladero. Hasta que convenció a su familia para comprar la máquina, carísima, con la que fabricarlos él mismo.
Unas cuantas sesiones con el maestro Angelo Corvitto fueron suficientes para alumbrar los primeros ejercicios de creatividad, algunos de los cuales llevaban años rondando su cabeza. Pronto los helados habían desplazado al resto de los postres y era habitual que, al hacer la reserva, los clientes encargaran también un tarro para llevar de alguna de aquellas primeras combinaciones de frutas y hierbas aromáticas infusionadas. Cuando la Taberna echó el cierre, su camino estaba claro.
Ese camino le llevó hasta las afueras de Viana. «Sabía que el obrador nunca estaría en un polígono industrial, sino en una finca rodeada de naturaleza». Desde fuera más bien parece una casita de veraneo, con un pozo, una docena de frutales, un olivo, parterres llenos de flores y hierbas aromáticas y hasta un huerto con el que llenar la despensa familiar. Al fondo, 222 cepas de graciano cuya cosecha, al no ser tratadas, disfrutan casi todos los años los estorninos. El objetivo de este vergel no es tanto autoabastecerse, explica Sáenz, «sino captar los estímulos del campo a lo largo del año, jugar, hacer pruebas, y si es necesario buscar la mejor materia prima en origen».
No escatima. Si elabora un helado de café trae un grano de Colombia a 38 euros el kilo, ligeramente tostado, y prepara una a una cafeteras italianas de medio litro «para que tenga el aroma y el sabor del hecho en casa». Su helado de vainilla lleva auténtico aceite de vainilla, que cuesta más de 400 euros el kilo, y no la cáscara que estamos acostumbrados a ver. Si hace un sorbete de limón, se baja a Murcia en noviembre para traer los primeros de la temporada y los exprime a mano en el obrador. Lo mismo con los fresones de Huelva, las naranjas de Alicante o el cacao de Venezuela.
Heladería contemporánea
Al oírle hablar de los procesos de elaboración uno piensa ingenuamente que cuenta con un ejército de heladeros. «Sí, pero les damos vacaciones en verano», bromea Sáenz. Lo cierto es que él y su mujer Angelines son los únicos habitantes de la casita, que no es del todo un refugio rural, pero sí un espacio de trabajo tranquilo y apacible. Allí, en una sala con maravillosas vistas, marido y mujer pasan el día con las manos en la masa y la cabeza quién sabe dónde.
Junto al porche donde de vez en cuando hacen un descanso está también la portentosa higuera que dio origen a la que sigue siendo una de sus creaciones más célebres. Una tarde de Semana Santa, tras un día de bochorno y una tormenta, al contacto con el agua templada las hojas del árbol comenzaron a desprender un aroma profundo, casi más sugerente que el del propio fruto. Fernando se empeñó en convertir ese momento en un helado y puso a macerar los brotes con los palos de la poda de la última vegetación. Había nacido un helado de higos sin higos que puso a la heladería en la senda de la cocina contemporánea.
En el fondo, Sáenz no es muy diferente del resto de cocineros de su generación y sus líneas de trabajo muchas veces han corrido parejas. Su ejercicios en torno a la cultura del vino, como el helado de lías de vino blanco fermentado en barrica o el de las racimas que han quedado en la viña y que él mismo cosecha en diciembre, son ejemplos brillantes de una cocina contemporánea de terruño. No falta en ellos un esfuerzo por dar valor gastronómico a elementos tradicionalmente de deshecho que conecta su trabajo con el de Ángel León revalorizando los pescados de descarte o el de Francis Paniego ensalzando la casquería. Y su empeño en macerar las duelas de barrica vieja para elaborar con ellas un helado tan sesudo como inaccesible al gusto popular es casi más propio de un Aduriz.
Vanguardia y pasado
Su investigación en torno a la industria del almíbar –que floreció en La Rioja a finales del siglo XIX y murió con la invención del frigorífico– para extraer de ella técnicas con las que redondear sabores es la clase de erudición que mira a la vanguardia por el espejo retrovisor. Una inquietud que ha cristalizado en sus imprescindibles 'Conversaciones heladas', el pequeño gran congreso que reúne cada año en La Rioja a lo más granado de la profesión.
Intelectual, reflexivo, sensible, sabe que en última instancia lo que ha elevado la gastronomía a la categoría de arte es su capacidad para trascender el sentido del gusto y entrar de lleno en el terreno de las emociones. El helado de sombra de higuera o el paseo de verano, si se llamaran de otra forma, perderían un montón de matices que no están en el paladar, sino en el cerebro. Su último trabajo, una serie de seis helados inspirados en los textos de seis escritores, es una muestra de su talento para comunicar a cucharadas.
Grate produce para un puñado de restaurantes, desde el engalanado Horcher de Madrid hasta una casa de comidas donostiarra, pasando por estrellas Michelin o informales bistrós. Pero donde obtiene Fernando la recompensa a su trabajo es en la heladería. «La calle es más libre, quiere probar cosas nuevas, no se pone tantos límites». Allí, en la interminable cola que cruza la calle Portales se pueden escuchar cosas como «me recuerda a la huerta del abuelo» o «a los veranos en el pueblo». Emociones llenas de calor humano congeladas gracias al talento de este sabio heladero.