Aquellas tabernas de los 50
Historias de tripasais ·
El escritor Luis Romero, que viajó a estas tierras como agente de seguros, fue un gran divulgador de las tascasAbrir un libro siempre depara sorpresas. Sobre todo si lo has comprado por internet conociendo únicamente el título y la fecha: 'Libro de las tabernas de España', 1956. Encuadernada en tela verde y gastada por los cantos, la obra fue un hallazgo: no sólo repasa los orígenes de los templos del beber en Europa y exhibe numerosas fotografías en blanco y negro, sino que incluye dos largos capítulos dedicados a las excelencias de las tascas de Bilbao, Bermeo, Lekeitio, Ondarroa, Mundaka, Ea, San Sebastián y Pamplona.
Publicidad
La ausencia en este listado de las tabernas vitorianas no debemos achacársela a su autor, el escritor barcelonés Luis Romero Pérez (1916-2009), ni a un supuesto desdén por los vinos de Álava. La culpa fue del tren. Entre los años 1942 y 1950, antes de ganar el premio Nadal con 'La noria' en 1951 y poder vivir de la literatura (en 1963 ganó el Planeta), Luis Romero trabajó como agente e inspector de seguros viajando en ferrocarril.
Conoció como la palma de su mano muchas capitales de provincia y pisó –como buen viajante joven– casi todos los garitos que en ellas había para comer y beber a buen precio, pero dio la casualidad de que el deber no le mandara nunca por tierras alavesas. Cuando le tocaba visitar el Norte se instalaba en Bilbao, ciudad por la que sintió siempre especial debilidad y en cuyos círculos artísticos tenía grandes amigos como el poeta Blas de Otero, el escritor Luis de Castresana o el galerista Guillermo Wakonnigg. Sumen a este grupo al escultor Jorge Oteiza al alpinista zornotzarra Andrés Espinosa o los empresarios Manuel y José Ramón de la Rica y tendrán una idea aproximada de la cuadrilla con la que Luis Romero iba de potes por Bilbao.
Lo mejor, en las Siete Calles
Para orientar al lector en el extenso y complicado mapa tabernario del Botxo, Romero eligió comenzar por el meollo: el Casco Viejo. «Ahí, en esas Siete Calles, abren sus puertas las mejores tabernas», avisaba. Gracias a sus palabras las viejas tascas bilbaínas dejan de ser en blanco y negro para tomar colores vívidos («…son locales casi siempre amplios, claros, alegres, con zócalos y mostrador de azulejos verdes, blancos, amarillos y azules…») y podemos incluso oír la animación de sus voces y el tintineo del cristal.
«El ambiente es optimista y más bien ruidoso; los vasos clásicos son los chiquitos, redondos, sólidos y de cristal muy grueso». El vino se servía con unas cafeteras o jarras de metal esmaltado, normalmente rojas o blancas, que se llenaban directamente desde pellejos o de las cubas que adornaban las paredes. Aunque al mediodía y los domingos después de misa se pedía blanco, lo que triunfaba en aquellas barras de zinc era el tinto de Rioja, Navarra o Aragón.
Publicidad
Los clientes bilbaínos eran muy exigentes y sentían preferencia por el vino «oscuro de color, ligeramente pastoso, seco, agradablemente concreto y fácil de beber». El éxito del tabernero dependía de ofrecer buen producto y tener habilidad como escanciador. Es decir, saber llenar con un solo golpe de mano «o como máximo de dos» una larga hilera de vasos hasta su nivel preciso, ni un milímetro más ni un milímetro menos de lo debido.
El tour tabernario
Esas dos condiciones las cumplían casi todas las tascas de la ciudad, pero Romero y sus amigos tenían predilección por varias –mejor dicho, muchas– que acabaron siendo recomendadas con nombre propio en el 'Libro de las tabernas de España' por si alguien recién llegado deseaba «entrar por la puerta grande en el mundo del vino». En el Casco Viejo y comenzando por la calle Somera destacaban las barras de Tacolo, Marcos Echeta, Vicandi, Manzarbeitia, La Zornozana, Armendáriz, El Guipuzcoano, Eulogio y El Motriqués. Alguna ahí sigue, afortunadamente. En Barrenkale Romero aconseja pedir de beber en Vicente Gangoitia, Riau, Madariaga, Bolín, Arana y, cómo no, en Luciano, donde se podía aprovechar para llenar el estómago.
Publicidad
Brillaban en Jardines las cantinas de José Oleaga, Juanillo, El Gorbea y El Amboto, mientras que en la cercana calle Nueva había que probar La Oficina, Amaya, Chomin y una de la que el autor no recordaba el nombre porque todo el mundo la llamaba «la del Padrenuestro»: a determinada hora la dueña paraba el servicio y dirigía en voz alta la oración. ¿Se acuerdan ustedes de ella? ¿Y de las demás? Hagan memoria o tomen rabitos de pasa, que este periplo tabernario continuará.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión