Ayer hizo treinta años redondos que dejé de fumar. Me acuerdo porque era el 92, yo tenía 32, vivía en Sevilla, donde cubría la Expo ... y justo el día anterior, un 31 de mayo 'Día Mundial Sin Tabaco', en el Pabellón de la Prensa nos habían dado una charla sobre los perjuicios del 'fumeque', como lo llamaba con gracia infinita Paco Rabal en 'Juncal'. No sé qué nos dirían en aquel coloquio, pero a mí me hizo más efecto que las pavorosas calaveras, las bocas de dientes podridos, el paciente entubado, el cadáver en la morgue, el feto escuchimizado, la operación a corazón abierto y todas esas lindezas que hoy ilustran las cajetillas de tabaco.
Al día siguiente, mientras escribía un artículo, de pronto me quedé sin cigarrillos y ya no volví a encender ninguno más. Ayudó (y mucho) que mis vecinos de Reuters anduvieran también escasos de 'munición', que en el recinto de la Expo aquel primero de junio hubiera más de 40 grados y que la máquina de tabaco más cercana estuviera como a un kilómetro... Yo en el fondo quería dejar de fumar. Pero no sabía cómo. Y ocurrió de la manera más tonta. Simplemente pensé: a ver si soy capaz de terminar esta columna sin tener un cigarrillo prendido. Luego me dije: si he podido con la columna, esta noche voy a intentar no fumar en la cena del Pabellón de Marruecos. Lo hice. Y así un día tras otro... Hasta que ayer se cumplieron 30 años sin dar una sola calada. Claro que las primeras semanas estuve insoportable («vuelve a fumar», me imploraba una compañera), pero a los pocos meses ya me sentía liberada de una esclavitud tóxica y absurda. Hoy, como buena conversa, detesto que me echen el humo. Y espero de corazón que mi relato le sirva a quien esté intentando dejarlo. Porque yo en esto soy podemita: ¡Sí se puede!
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