Algunos hemos entrado en esa edad en que la memoria ha terminado por trasladarse de la corteza prefrontal del cerebro a la punta de la ... lengua. El otro día, en una conversación sobre cine y teatro, entre los presentes (todos rondábamos los 60) ninguno era capaz de recordar el nombre y apellido de los protagonistas de la obra o película que había visto hacía apenas unos meses. La conversación era más o menos así: «Y después de ver a este actor vasco, ese alto, cómo se llama, el que sale en la de Almodóvar, Aitor, Álex...». «¿Asier Etxeandía?». «Sí, ese, Etxeandía. Bueno, pues después de verlo en aquel monólogo, vi una de Nuria Espert con esa otra actriz... Sí, hombre, la que salía en esa película de... Ay, cómo se llama». Terciaba otro: «Si, ya sé quién dices, la que hacía de madre en la serie de...». Y un tercero apuntaba: «Ah, sí, una rubia de pelo rizado. La estoy viendo pero ahora mismo no me viene el nombre. La que ha hecho musicales, ay, por favor... Lo tengo en la punta de la lengua». Hasta que alguien con menos paciencia consultaba el móvil y decía: «¿Puede ser Carmen Conesa?». Y todos a coro, como un eco repetíamos: «Esa, esa, esa...».
Y así, de lapsus, en lapsus, hasta la amnesia final. Sostienen acreditados neurólogos que el declive de la memoria es algo normal a partir de los cincuenta y que conviene no agobiarse. Yo todavía me acuerdo del ataque de risa que nos dio a una pareja de amigos y a mí cuando un día, en su casa, empezaron a contarme que habían visto un documental estupendo sobre un tema sesudísimo y cuando les pedí detalles, me respondieron tan anchos que por supuesto ya no se acordaban de nada. Estallamos los tres en una carcajada. Y cada vez que evocamos aquel momento, nos volvemos a reír. Aunque ya no recordemos de qué.
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