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La muerte tiende a santificar al difunto. Le otorga un halo de bondad que en ocasiones no se le conoció ni reconoció en vida. «Qué ... bueno era». «Se van los mejores». Son frases de tanatorio, clichés repetidos en todos los funerales. A veces parece que hay que morirse para que hablen bien de uno. Tengo la sensación de que es el caso de Jesús Mariñas. Y no sé si a Mariñas le habría gustado ser recordado como un buenazo. Tal vez en el fondo lo fuera pero, hasta donde le traté, se me hizo evidente que huía de la bonhomía como de la peste.
«A mí la gente de sonrisa fácil no me gusta un pelo», me soltó al poco de conocerme. Supuestamente estaba hablando de otro compañero. Pero como yo también soy de ponerle buena cara a la vida, en ese momento la sonrisa se me quedó congelada. Mariñas también sonreía (con socarronería o sarcasmo) y podía ser simpático... Con los personajes públicos a los que había decido adorar incluso llegaba a resultar lisonjero. Tanto como impertinente con aquéllos a los que había decidido aborrecer.
Recuerdo que en un viaje a México me contó que vivía en una casa llena de armarios con más de tres mil camisas, porque a él no le gustaba repetir vestuario. O la cena en aquel hotel de lujo en la que me tocó sentarme justo entre Mariñas y otra periodista que era su peor enemiga. Imaginen que hoy tuvieran que cenar entre Putin y Zelenski... No sé cómo salí viva. O aquella rueda de prensa en Madrid con Gisele Bündchen. Va Mariñas y le suelta que le veía los pechos más grandes y que si era por alguna razón... Hubo perplejidad general. Luego resultó que la modelo estaba embarazada y aún no lo sabía nadie. Mariñas podía ser desagradable, duro, faltón... Pero en lo suyo era un grande. Va a ser verdad que siempre se van los mejores.
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