Blanca, rubia, muy delgada y de piernas larguísimas, frívola y consumista, a la Barbie original se la acabó tachando de peligroso estereotipo sexista y supremacista, ... además de una invitación a la anorexia y la bulimia. Pero Mattel, su fabricante, reaccionó a esa acusación en plan Escarlata O'Hara: «A Dios pongo por testigo de que nunca volverán a aplastarme». Desde entonces no han parado de desmontar el mito: Barbie negra, Barbie india, china, trabajadora, mujer independiente, Barbie con caderas anchas, Barbie astronauta, Barbie activista... Movidos por la exaltación propia del converso, todo parece indicar que hoy Barbie vive embarcada en una carrera contrarreloj con lo políticamente correcto.
Lo malo es que las singularidades son tantas y los criterios cambian tan de prisa que, como le ocurre a las siglas LGTB (hoy LGTBIQA+), es difícil parar de sumar. Y prácticamente imposible contentar a todos sin herir susceptibilidades. Ahora, por ejemplo, acaban de sacar al mercado la primera muñeca con implante coclear. Es decir, la Barbie sorda, porque las discapacidades tienen que estar presentes en una muñeca que no desea traumatizar a nadie.
Está claro que Barbie ha dejado de ser un juguete para convertirse en un muestrario de la diversidad humana. Las Barbies en silla de ruedas y con pierna protésica ya existen. Pero busco a la Barbie invidente y no la encuentro. Me temo que ya están tardando. Tampoco veo a la Barbie con celulitis, ni a la Barbie bajita (reforzarían mucho mi autoestima) o a la Barbie canosa que represente su verdadera edad: 59 años. En compensación, acaban de lanzar un Ken con vitíligo. Y al ritmo que va esto, quién sabe si no se verán obligados a sacar una versión de Barbie y Ken con la viruela del mono.
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