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En el corazón del sistema económico estadounidense se sitúa una prestigiosa institución centenaria, la Reserva Federal, la Fed. Desde su fundación en 1913, la Fed ... ha sido el vigilante encargado de velar por la estabilidad de los precios, el empleo y la solidez del sistema financiero. Su independencia ha constituido la garantía frente al cortoplacismo de las miras políticas. En las últimas semanas, sin embargo, ese bastión institucional se ha situado en la diana de Donald Trump.
La independencia de los bancos centrales en general y la de la Fed en particular es una norma compartida por las democracias avanzadas y no responde a un capricho académico ni una moda neoliberal. Se trata de una lección recogida en los manuales económicos y extraída de repetidas experiencias desestabilizantes, como la Argentina de los corralitos financieros, la Turquía de Erdogan con tipos dictados desde el palacio presidencial, o incluso el breve episodio del Reino Unido bajo el efímero mandato de Liz Truss.
Trump lleva tiempo desafiando la independencia institucional de diversas agencias estatales. Desde su regreso a la presidencia ha intervenido organismos como la Comisión Federal de Comercio o la Oficina de Protección Financiera del Consumidor. Ambas han sido objeto de purgas ideológicas, ceses arbitrarios y prácticas nepotistas, sustituyendo cuadros técnicos por leales ideológicos. Paralelamente fustiga aquellos flancos de la sociedad civil que más incomodan a los vaivenes de su temperamento: las Universidades, los bufetes de abogados, los centros de opinión.
La Fed ha sido, durante los últimos días, su oscuro objeto de deseo. Anhela poseer la llave del arca de la liquidez y del precio del dinero, aunque no se limite a ello. La Reserva Federal supervisa un sector bancario con activos superiores a los 150 billones de dólares. Otorgar al Gobierno mando sobre un regulador que autoriza licencias y que examina y sanciona a los bancos abre la puerta a una asignación de crédito politizada. La Casa Blanca podría 'persuadir' al sistema financiero para que se oriente de forma preferencial hacia tal o cual sector o proyecto aliado, algo que encaja sin rodeos en la categoría de la corrupción.
La historia de EE UU ya ha conocido episodios de presión presidencial sobre la política monetaria. Johnson la ejerció sobre Mc Chesney Martin y Nixon sobre Arthur Burns. Pero nunca se había planteado una ofensiva frontal contra la presidencia de la Fed, como la actual. Días atrás Trump calificó a Jerome Powell de «un perdedor total» por no secundar con rebajas de tipos su campaña arancelaria. Incluso ha llegado a sentenciar que «si no obedece, será reemplazado».
El miércoles pasado Trump rebajó el nivel de sus decibelios, al afirmar que no planea su destitución. «Me gustaría verle más activo en bajar los tipos de interés, pero no, no tengo intención de despedirlo» manifestó. Pero el americano es cambiante como la luna e insaciable como el dios Baco y viene demostrando en los cien días de su segundo mandato que es capaz de dar vuelta a su criterio en 24 horas e imponer su voluntad incluso allí donde la legalidad la cuestione o directamente la contradiga.
La amenaza es doble: económica y política. Si el banco central pierde su autonomía, se tambaleará la confianza en el dólar y en la reputación financiera secular de los Estados Unidos. Su moneda se sostiene no solo por el tamaño y eficiencia de su economía, sino también por la credibilidad de sus instituciones. Un dólar manipulado políticamente será un dólar débil, inestable y menos solicitado como reserva global. Si es eso lo que pretende el magnate neoyorquino, el camino hacia el nuevo equilibrio mundial de poderes acarreará consecuencias muy amargas.
Mientras el FMI recorta previsiones y advierte de una ralentización del comercio mundial, Trump acentúa su retórica intervencionista. Pero si la Fed cae en las manos de un autócrata imprevisible, no se tratará de un mero ajuste de política económica. Será la descorazonadora victoria del populismo sobre un principio innegociable: el de que todo poder, cualquier poder, debe tener un límite.
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