Yo fui uno de esos niños que se pintaron las manos blancas para gritar en la calle. También recuerdo una tarde, en casa, en la ... que alguien dejó un maletín abandonado en un portal y vino la Policía y nos dijo que cerráramos los postigos y trajeron una especie de robot para desactivar una posible bomba. Pero solo era un maletín. Y el día que asesinaron al fiscal Luis Portero, en el portal de su casa en Granada, todos sentimos la vibración. Aquellos niños fuimos como los espectadores del Episodio IV de 'La Guerra de las Galaxias': no sabíamos de dónde venía la guerra, pero entendimos rápidamente quiénes eran los malos. ETA eran los malos.
El 20 de octubre de 2011, cuando ETA anunció el cese definitivo de la actividad armada, el instante en el que comienza 'Patria', yo estaba en el periódico. Era una buena noticia y así nos la tomamos todos. Algo en plan «venga, que han ganado los buenos, que suene la fanfarria final y que entren los créditos de la peli». Pero a mi lado escuché un llanto. Era un llanto sincero. Lara, mi amiga y mi compañera Lara, lloraba con el puño cerrado. Cuando cruzamos la mirada, resopló y no hizo falta más. Ella, de San Sebastián, llevaba algo dentro que yo todavía no había entendido. Para nosotros era una cosa de buenos y malos. En el País Vasco, era otra cosa mucho más profunda.
La cicatriz que deja ETA no es sencilla ni fácil ni evidente. Hay muerte. Hay familias rotas. Hay odio enraizado. Hay un llanto que revienta. Y eso es lo que estoy encontrando en 'Patria': un relato que va más allá de los buenos y malos. Un relato más complejo, más profundo, más de entrañas; como las lágrimas de Lara. La serie de HBO, impecable, te deja hecho añicos. Pero merece la pena.
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