El pintor de la niebla, la lluvia, la nieve y el viento
Pasión por el paisaje ·
Utagawa Hiroshige inmortaliza el Japón feudal que desaparece al abrirse a Occidente a finales del siglo XIXLuisa Idoate
Viernes, 16 de mayo 2025, 20:17
Con belleza, emoción y certeza. Así pinta Utagawa Hiroshige (1797-1858) el Japón feudal de mediados del siglo XIX, a punto de desaparecer por las ... luchas internas y la apertura a Occidente. Lo dibuja tranquilo y cotidiano, con estampas que auguran un mañana sin sobresaltos. A pesar de su origen samurái, es un maestro del 'ukiyo-e', la pintura de la burguesía chonin de la era Edo: próspera, popular, bulliciosa, hedonista y urbana. Gran dibujante, domina la gradación de color o 'bokashi' y supera el desafío de pintar la lluvia, la niebla, la nieve y el viento. Le apasiona el paisaje. Lo considera un protagonista, como las personas y los edificios que lo recorren y habitan. Impulsa el japonismo en Europa e influye en sus vanguardias artísticas. Lo analiza la primera exposición que le dedica el Museo Británico, abierta hasta el 7 de septiembre en Londres. Incluye xilografías, pinturas, libros ilustrados, retratos y abanicos, que son piezas poco habituales. Incorpora 35 donaciones de la asociación de Amigos Estadounidenses del museo y 85 cesiones de la colección Alan Medeugh, la más importante del artista fuera de Japón. Bebedor y jugador, Hiroshige muere con deudas a pesar de su éxito. Y espera pintar más allá de la muerte, dice en su epitafio: «Dejo mi pincel en la calle Azuma, en el más acá. Voy a conocer las famosas vistas del paraíso occidental, del buda Amida».
Nace como Tokutaro Ando. Estudia con el pintor Okajima Rinsai. Es bombero en la estación de Yayasugashi, puesto vitalicio que hereda de su padre. Es aprendiz de Utagawa Toyohiro en 1811. Le rebautiza como Hiroshige: los artistas cambiaban de nombre para honrar al mentor y distinguir cada etapa creativa. Hace abanicos no plegables, con un dibujo en el anverso y un tono en el reverso que tapa el armazón. Mil en veinte años. Retrata niños, mujeres hermosas y actores del teatro kabuki. Ilustra libros, dibuja pájaros y flores. Lo compatibiliza con el trabajo de bombero. Le da dinero pero le quita tiempo y, en 1832, lo traspasa a su hijo Nakajiro y se dedica al arte. Enviuda de su primera mujer en 1839 y lleva una vida disoluta con el beneplácito de la segunda. Hará 5.000 pinturas antes de morir de cólera en 1858. Dos años antes profesa como monje budista.



Tokaido y Kisokaido
Destaca con 'Los 53 sitios del Tokaido' (1833-34) y 'Las 69 estaciones del Kisokaido' (1834-42), láminas de las rutas entre Edo (Tokio) y Kioto por la costa y el interior. Las recorrían los señores feudales con miles de sirvientes, en su obligada visita bienal al sogún, máxima autoridad militar, en Tokio. Las frecuentaban comerciantes, campesinos, artesanos, turistas y peregrinos. Las salpicaban templos, posadas, baños y casas de comida, diversión y prostitución, con segregación social en algunos locales y fortalezas que controlaban el recorrido.
Unos le acusan de copiar las imágenes del Tokaido, que en realidad son 55, de guías de viaje. Otros sostienen que en 1832 hizo la ruta, por encargo del sogún Tokugawa, para pintar la entrega de su tributo anual de dos caballos al emperador en Kioto. La recrea con detalle. Muestra el séquito de un señor feudal ascendiendo al nevado castillo de Kameyama. Las carreras de caballos de Miya. Viajeros tomando sopa en la posada de Mariko y un alborotador expulsado de la de Otsu. Una comitiva nocturna en los montes en Hakone y campesinos calentándose en el fuego en Hamamatsu. El vertiginoso puerto de Satta, asomado al Pacífico, y el puente Sanjo-Ohashi de Kioto. Las pinturas tenían tirón, se vendían como recuerdo.
Hereda el encargo de 'Las 69 visitas de la ruta del Kisokaido' de Keisei Eisen que hace las 24 primeras. Resalta la dureza del camino. La dificultad del puente Yawata, que cruzan unos campesinos, y del paso más elevado, Wada, siempre con niebla y nieve y tan aislado que tenía cinco negocios de comida. También describe las posadas, no al alcance de todos. Una famosa por sus aguas termales, donde pinta a un hombre bañandose; otra de nivel inferior, donde el viajero paga por calentar la comida que lleva; y la de categoría superior, que ofrece servicio y vajilla.
'Las cien vistas de Edo'
A mediados del XIX Japón vive un periodo convulso que acelera el fin del gobierno Tokugawa. En diciembre de 1854 los terremotos de Ansei causan miles de muertos. En 1858 el país firma los Tratados de las Cinco Potencias con Estados Unidos, Reino Unido, Rusia, Países Bajos y Francia; se abre a Occidente, tal y como había exigido el almirante norteamericano Matthew Perry al desembarcar en la bahía de Tokio cinco años atrás. Hay además un enfrentamiento interno entre los partidarios de la restauración imperial y los defensores del sogunato. Pero nada de eso se atisba en las series que Hiroshige pinta.
'Las cien vistas de Edo' (1856-58) le consagran. Son los paisajes de Tokio, bullicioso, pujante, brillante y hermoso. La mayor metrópoli de mediados del XIX, con dos millones de habitantes. Son 118 estampas, ordenadas por estaciones y en formato vertical, con los lugares más representativos, valorados y frecuentados por vecinos y visitantes. En todas hay personas o se intuye su presencia. Describen la sociedad confuciana impuesta por el Gobierno: guerreros, campesinos, artesanos y comerciantes. No muestran la corte ni a los delincuentes.
Arranca la serie con el puente de Nihonbashi, kilómetro cero del país, con el monte Fuji al fondo. Pinta la lluvia repentina sobre el de Oashi de Atake y los fuegos artificiales nocturnos en el de Ryogoku. Recorre la calle Nihonbashi, con la tienda Shirokiya hoy convertida en una cadena de grandes almacenes; los comercios textiles de Surugacho; los teatros kabuki y de marionetas de Saruwaka; las geishas y casas de té de Yoshiwara, el barrio de placer; y los callejones de Shinjuku, donde acababa el Tokaido y anidaba la prostitución. Colorea de rojo el templo de Zojoji, hoy rodeado de rascacielos, y el Oji Inari donde oraba el sogún; y cubre de nieve el Kinryuzan de Asakusa, enmarcado por una linterna roja y la puerta del trueno o Kaminarimon que hoy colapsan los turistas. Simboliza el resurgir de la ciudad tras el seísmo de 1855 con floraciones como las de cerezos del templo Kiyomizu, de paulonias en el Akasaka y de azaleas en el Hachiman.
Al igual que Hokusai, cuya influencia delata en 'Los remolinos de Naruto en Awa', impulsó el japonismo en Occidente. Hiroshige influyó en las vanguardias artísticas europeas e interactuó con ellas. Usaba el azul de Prusia por su viveza y transparencia, al igual que Vincent van Gogh, que coleccionaba sus obras y versionó 'El ciruelo de Kameido' y 'El puente Ohashi en Atake bajo un chubasco repentino'. Monet inspiró en sus jardines el que instaló en su residencia de Gyberny y pintó varias veces. En la casa museo de Rodin, en París, cuelgan sus xilografías. Y, en la década de 1870, James Whistler crea una serie de treinta vistas del Támesis, con fuegos artificiales semejantes a los del puente Ryogoku.
Ukiyo-e, la imagen del mundo flotante
«Vivir para el momento, contemplar la luna, las flores de cerezo y las hojas de arce, amar el vino, las mujeres y la poesía, enfrentarse a la pobreza que salta a la vista con una broma llena de buen humor y sin desánimo, dejarse conducir por la corriente de la vida como una calabaza que fluye río abajo: todo esto significa ukiyo». Lo escribe el monje budista japonés Asai Ryoi en 1665, aludiendo a la superación de un presente fugaz y lleno de sufrimiento. Pero los artistas populares japoneses lo reinterpretan con un sesgo hedonista y lo renombran como ukiyo-e o 'imagen del mundo flotante', término con que denominan la pintura que capta el disfrute del momento.
Son xilografías impresas con planchas de cerezo. El proceso es laborioso. Se pega el dibujo por el anverso sobre una tabla y se vacía el espacio entre los contornos, dejando la silueta completa en relieve. Se tinta e imprime y se obtiene la única imagen completa, porque el original se destruye en el proceso. El artista decide los colores de cada zona. Se repite la operación y se talla una plancha por cada uno de ellos. Se imprimen sucesivamente, de menor a mayor intensidad, hasta completar la lámina. Se ahorran costes usando las dos caras de cada madera. El pintor es un protagonista, pero no el único.
Tras una pintura ukiyo-e hay una cadena de artistas. Y mucha precisión. Los talladores necesitan años de aprendizaje para tallar bien las planchas. Como quienes las imprimen manualmente con un tampón, vigilando continuamente el perfecto encaje del papel y las planchas con una marca, que reajustan cuando es preciso. Hay que modular la cantidad de pigmento para lograr el degradado o 'bokashi' y los detalles mínimos, como los copos de nieve, los gestos de las caras y los cabellos. La dificultad es proporcional al número de colores, es decir, de planchas. La calidad final depende del editor, que paga los materiales y decide el número de ejemplares de la tirada. La primera edición es la mejor, porque las planchas se desgastan con las impresiones.
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