Una mujer, un perro peligroso y un asalto nocturno
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Territorios adelanta en exclusiva un capítulo de 'Tierra de furtivos', la novela de Óscar Beltrán de Otálora que se detiene en la tolerancia a la violencia que aún pervive en el corazón de EuskadiÓscar Beltrán de Otálora
Sábado, 8 de enero 2022, 00:02
La joven china que atendía el bazar la examinó con un gesto de desagrado. Tatiana estaba acostumbrada a suscitar esa desconfianza y sabía que cuando no despertaba aquel tipo de mirada algo iba mal.
Recorrió las abarrotadas estanterías, que apestaban a productos químicos, y fue recogiendo todos los elementos que necesitaba. Un espray de pintura negra, una cuerda de tender la ropa, cinta americana, una pequeña azada de jardinería, un mechero y un bote metálico con combustible para encendedores Zippo. Al pagar evitó que sus ojos entraran en contacto con los de la china.
Salió del bazar y se dirigió al Seat León que había alquilado para esa noche con un antiguo carné falso. Condujo hacia la salida de Vitoria y aceleró al llegar al extrarradio. Los faros del pequeño turismo iluminaban calles vacías y esquinas en penumbra. Cuando llegó al barrio de Ibaiondo aparcó en un rincón aislado. A su derecha, el río Zadorra apenas era un oscuro hilo de agua que olía a hierba mojada y a barro. Bajó del coche y recorrió un par de calles escondida entre las sombras. Llevaba una sudadera oscura y se cercioró de que la capucha le cubría el rostro. Llegó al chalé que llevaba tiempo vigilando.
Era un edificio de tres plantas, con ladrillos marrones en la fachada y el tejado oscuro de pizarra. Todas las persianas de la casa estaban bajadas pero una luz fantasmal surgía de las rendijas. El resto de la mansión permanecía oculto tras una enorme valla flanqueada por setos impenetrables y coronada por alambre de espino. Hacía calor y de alguno de los chalés lejanos le llegó el aroma de flores nocturnas. Distinguió, aparcado junto a la puerta, un Audi tuneado con alerones estrambóticos y llantas que brillaban como anillos de oro. Tras comprobar que no había nadie en los alrededores le pegó una patada al portón. Un perro gruñó y se acercó con ladridos que sonaban como el rugido de una bestia. En el chalé se encendió la luz de una ventana. Tatiana se aproximó a la entrada y distinguió el moderno sistema de apertura, que funcionaba mediante una combinación numérica. El perro dejó de ladrar cuando ella comenzó a alejarse.
Mientras recorría la acera un coche se detuvo a su lado y un hombre mayor, con una barba de color acero y los ojos inyectados en sangre, le gritó a través de la ventanilla bajada. Fumaba un puro y la ceniza le había manchado la camisa, de cuadros rojos y negros.
«El material vale más de doscientos mil euros. Esta es otra vez su noche, oficial»
- ¿Cuánto por una mamada, morenita?
Ella no se inmutó, estaba acostumbrada. Se encogió de hombros para asegurarse de que la capucha caía todavía más sobre su rostro y ni siquiera volvió la cara para mirar al hombre.
- Te estás equivocando -le advirtió.
- Perdón, pero es que aquí todas las negras os dedicáis a lo mismo -se disculpó el conductor. Luego aceleró y desapareció por la avenida.
Tatiana miró el reloj: las once y media de la noche. Apenas tenía treinta minutos para actuar, a medianoche se producía el cambio de guardia. Era la misma hora en la que las prostitutas nigerianas desfilaban por la orilla del río en busca de clientes. Habría demasiados testigos.
Se metió en el coche alquilado y buscó una pequeña cámara de vídeo que llevaba en el bolso. Se la había comprado a un pakistaní y sabía que era robada. Rebuscó en la galería de vídeo y vio las imágenes en una pequeña pantalla. Un hombre de espaldas descomunales se acercaba al portal y tecleaba un código en la apertura de seguridad: pulsaba tres veces el uno y luego un cero. Para conseguir la combinación que permitía acceder a la casa había escondido la cámara durante una semana en un árbol que había frente a la entrada. Así había conseguido grabar los movimientos del matón que todos los días a medianoche relevaba al vigilante de la propiedad.
Sabía lo que tenía que hacer. Cogió la bolsa con los objetos que había comprado en el bazar, regresó al chalé y buscó el espray negro, lo agitó y pintó el limpiaparabrisas del Audi tuneado hasta oscurecerlo totalmente. Luego se plantó ante la puerta. Preparó a toda prisa un lazo con la cuerda de tender la ropa, tendió la soga sobre una de las ramas del árbol y comprobó el nudo de la improvisada horca. Luego volvió hacia la puerta y tecleó los tres unos y el cero. Se escuchó un chasquido en la cerradura y luego al perro acercándose con los bufidos de un depredador rabioso. Esperó a que el pitbull asomase la cabeza y entonces cargó con un hombro contra la puerta para asegurarse de que atrapaba al animal contra el marco. Consiguió contener a aquel ser diabólico y a la vez pasar el lazo por su cuello. Luego echó a correr sin soltar el otro extremo de la cuerda. Tuvo que utilizar toda su energía, hasta el más pequeño músculo de su cuerpo se tensó para realizar el esfuerzo.
El perro salió disparado hacia arriba, colgado de la soga como si fuera una piñata. Tatiana dio una lazada a la cuerda en uno de los postes de la valla y luego regresó a toda prisa al árbol. El pitbull se agitaba con furia y pataleaba en el aire mientras se asfixiaba lentamente. Con movimientos precisos, la chica cogió la cinta americana y envolvió el morro del animal para evitar que ladrase. Siguió con las patas delanteras y luego con las traseras. En unos segundos la fiera parecía un paquete mal envuelto y, aunque se agitaba, cada vez lo hacía con menos fuerza. Sacó una navaja y cortó la cuerda para que no muriese asfixiado.
En la mansión no se produjo ningún movimiento. Miró a través de la puerta entreabierta y a la luz de los focos distinguió setos sin recortar y hierba mal cuidada. Los gruñidos del perro no habían alertado al vigilante. Corrió por el césped hasta la parte trasera, donde encontró la caja del cuadro de luces y empleó la azada como palanca para abrirla. Roció los cables metálicos y los fusibles con el combustible para encendedores y luego acercó un mechero. Las llamas se extendieron por todo el armazón de plástico. Escuchó un chisporroteo y los focos que alumbraban el jardín se apagaron. Apestaba a plástico quemado.
Un perro gruñó y se acercó con ladridos que sonaban como el rugido de una bestia
Atravesó el jardín de nuevo y, al llegar a la puerta, saltó por encima del pitbull, que se agitaba en el suelo como una serpiente malherida. Dio la vuelta a la casa y se escondió junto a un pequeño muro. Se fijó en las persianas. La luz que salía de las rendijas había desaparecido. Las llamas cubrían el cuadro de luces y lanzaban sombras malvadas sobre el césped.
Desde su escondite oyó ruidos en el interior del chalé y, poco después, una puerta que se abría y pasos en el jardín. Alguien blasfemó y luego regresó al vestíbulo. Las pisadas retumbaron de nuevo y esta vez escuchó el siseo de un extintor. A través de los setos vio cómo el hombre tecleaba en un móvil.
- Jefe, nos están atacando -escuchó decir a una voz que sonaba jadeante y asustada-. No lo sé -respondió el hombre a alguien al otro lado del teléfono-. Dragón ha desaparecido y han quemado el cuadro de la luz... Sí... Sí... no me muevo, pero daros prisa.
Era el mensaje que esperaba. Corrió otra vez hacia su coche. Rebuscó en su bolso hasta encontrar otro de sus teléfonos móviles, un viejo dispositivo que no tenía carcasa. Localizó una batería, la colocó a toda prisa y luego marcó un número que se sabía de memoria. Activó una aplicación para camuflar su voz y, cuando su interlocutor descolgó, habló a toda prisa:
- Sin tonterías. El número 36 de la avenida del Zadorra. En unos minutos los tendrá a todos, y el material vale más de doscientos mil euros. Esta es otra vez su noche, oficial.
Colgó sin esperar ninguna respuesta y arrancó la batería del móvil. Se tendió en el asiento del conductor para recuperar el aliento e intentó calmarse sin dejar de mirar por el retrovisor. La calle estaba vacía. Pasaron unos minutos en silencio. Entonces escuchó el estruendo de un motor rasgando la noche. Un Mercedes con cuatro hombres en su interior pasó a su lado a toda velocidad y giró para dirigirse hacia la mansión. En la curva, el asfalto arrancó un gemido de las ruedas. Tatiana puso el motor en marcha y se alejó lentamente. Cuando se detuvo en un semáforo vio a un grupo de cuatro mujeres negras con minifaldas y camisetas de tirantes que caminaban en la rotonda que conducía al pueblo de Abetxuko. Se le encogió el corazón.
- Yo podría ser una de ellas -susurró.
Entonces comenzaron a sonar las sirenas de la policía. Cuatro coches patrulla de la Ertzaintza cruzaron como una exhalación por el carril contrario. Las prostitutas desaparecieron en las sombras.
- Me la debes, Marta -dijo.
Tierra de furtivos
Traficantes de marihuana, cazadores furtivos y disidentes de ETA enfrentados a dos antihéroes -un antiguo escolta y una superviviente del submundo del narco- y un policía que debe resolver varios crímenes que recuerdan viejos tiempos. 'Tierra de furtivos' (Ed. Destino), novela escrita por Óscar Beltrán de Otálora, es una obra de ficción sobre la tolerancia a la violencia en la que se describe una realidad oscura que pervive en el corazón de Euskadi. En el capítulo que aquí se avanza, una protagonista de la trama, Tatiana, tiene que traspasar varios límites para intentar ayudar a una amiga y evitar que quede atrapada en las redes de los cultivadores ilegales de 'maría'. Sus arriesgadas acciones pondrán en marcha una serie de peligrosos acontecimientos.