La distopía ha llegado
el latido cultural ·
Frente a las advertencias sobre los totalitarismos, las últimas novelas del género han acertado al hablar de pandemias y armas biológicasAunque es un género de ficción, la distopía surgió con un espíritu de denuncia y advertencia de un peligro real. Denuncia de un mal latente, ... incipiente o lejano, que puede despertarse, crecer o acercarse a nuestras sociedades para arrastrarnos a una existencia miserable. Advertencia de lo que nos puede ocurrir si es que no zanjamos ese mal a tiempo. Las grandes distopías de referencia, o sea los clásicos del género ('Un mundo feliz', 'Fahrenheit 451', '1984'…) denunciaban y advertían del peligro totalitario. Otras novelas han fabulado con la resaca de una catástrofe ecológica a causa de la contaminación, como 'La sequía' de James Graham Ballard o como 'El rebaño ciego' de John Brunner; otras sobre el rastro que dejaría una guerra nuclear, como el relato 'Charlottesville' que escribió la periodista Nan Randall en 1979 y que inspiró la película 'El día después' de Nicholas Meyer.
En todos esos casos, el patrón justificativo es el mismo. El escritor juega un papel supuestamente moral de servicio a la comunidad. Ve acercarse una amenaza de la que la mayoría de los ciudadanos no se percatan y les hace tomar conciencia de ella. El sensacionalismo queda avalado por la naturaleza visionaria, ética y profética del género. Si carece de esta, dicha literatura perdería su sentido según ese planteamiento. Sin embargo, en la narrativa de los últimos años, los tiros y las bombas han empezado a ir por otro lado hasta alcanzar en no pocos casos un carácter meramente imaginativo y lúdico de frívolo divertimento. Una obra pionera de este nuevo y creativo enfoque de la distopía sería 'El cuento de la criada' de Margaret Atwood que fabula sobre un golpe de estado que convierte a los Estados Unidos en la República de Gilead, una teocracia inhóspita donde la mujer es brutalmente reducida a la esclavitud sexual y a la función reproductiva. ¿De verdad era tan trágica la situación de la mujer norteamericana en 1985, el año en que fue publicada esa novela, como para recrearse en la morbosa descripción de semejante pesadilla? ¿De verdad esa situación ha empeorado tanto desde entonces que merece una segunda parte como la publicada en 2019 con el título de 'Los testamentos'? ¿No han ido más bien los acontecimientos en la dirección opuesta a la que esa literatura reconvertida en serie televisiva denuncia?
El fenómeno no deja de ser curioso. Lo que valoraría nuestra época no es el acierto sino el error garrafal en el vaticinio y la negación radical en la ficción de los avances sociales que se han producido en una realidad contrariamente copada por el debate en torno a las demandas feministas y por la palpable constatación de lo que se ha dado en llamar 'el empoderamiento femenino'.
No todas las lecturas del presente son, sin embargo, de signo tan optimista como la que podemos hacer de la concienciación social en torno a los derechos de la mujer. Frente al infierno misógino de Atwood, que el mundo occidental desmiente; frente a esa distopía que se aleja, hay otra distopía que ya ha llegado: la del coronavirus. El fenómeno nos invita a volver la mirada hacia las novelas de ese inquietante género que han venido proliferando de forma llamativa en nuestro país a lo largo de la última década. Pienso en 'Viernes 23 de julio' de Alfonso Sierra Garrido, publicada en 2019; en 'República luminosa' de Andrés Barba, en 'La extinción de las especies' de Diego Vecchio o en 'Homo Lubitz' de Ricardo Menéndez Salmón, publicadas todas ellas en 2018. Pienso en 'Rendición', la novela con la que Ray Loriga obtuvo el premio Alfaguara en 2017 y en la que reproducía sin pudor, llamándola 'la Ciudad Transparente', la 'Ciudad Acristalada' que su maestro Eduardo Iglesias describía en 'Cuando se vacían las playas', una obra que daba el disparo de salida de la década en 2012.
Un hecho curioso del género distópico es que Dean R. Koontz, el autor de 'Los ojos de la oscuridad', la novela que en 1981 vaticinaba una pandemia muy similar a la que aún padecemos, bautizó inicialmente a ese arma biológica de ficción con el nombre de Gorki-400 y atribuyó su fabricación a los rusos. Fue la exigencia de los editores la que le obligó a rebautizarla en 1989 con el nombre de Wuhan-400 y a atribuir su fabricación a los chinos. De este modo, el acierto fue del azar. Quizá con la guerra de Ucrania y el siniestro estrellato de Putin esos mismos editores le pidan hoy que vuelva a rebautizar la terrorífica 'bioarma' con el nombre inicial.
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