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ANTONIO ELORZA
Viernes, 24 de marzo 2017, 13:31
La historia de Irán, desde los preliminares de la conquista islámica en el siglo VII a la revolución de los ayatolás, puede ser vista como una sucesión de formas de dominio que a su vez se tradujo en cambios de capitalidad. En 637 la rendición a los árabes de Ctesifonte, la capital sasánida, supuso el fin de una historia propia. También el inicio de una prolongada tensión entre el Islam árabe hegemónico y la fuerte personalidad autóctona, asentada sobre una doble supervivencia, del farsí frente a la inicial arabización, y también de una conciencia identitaria, reflejada en el 'Libro de los Reyes' de Ferdousi. Su punto de llegada fue la adopción del chiísmo como religión de Estado, base desde 1979 de un poder clerical que ha acabado difuminando sus fuentes doctrinales para resaltar el protagonismo personal de los guías de la revolución, el imán Jomeini y su sucesor Jamenei.
Los retratos de ambos dominan el patio de la mezquita del Viernes en Ispahán, evocando el parentesco siempre olvidado entre la revolución de los ayatolás y el antecedente soviético; no solo por la violación sistemática de los derechos humanos, sino por el omnipresente culto iconográfico a la personalidad de los líderes y la distribución de papeles entre el mentor (Lenin, Jomeini) y el líder activo (Stalin, Jamenei). Otras imágenes omnipresentes, las de los mártires de la guerra con Irak, proporcionan la legitimación del poder de aquellos, como el proletariado en las iconografías soviética y maoísta. Al pueblo iraní solo le queda asumir pasivamente el poder de lo sagrado.
En la monstruosa Teherán de hoy, el régimen heredero de Jomeini ha optado por el monopolio de su presencia y la exclusión, tanto del pasado nacional como de la modernidad. A los sasánidas les tocan los sótanos del Museo Nacional, lo mismo que a Bacon, Andy Warhol o Picasso en el Museo de Arte Contemporáneo siempre cerrado. Sobreviven en cambio los palacios reales de las dos últimas dinastías, Qajar y Pahlevi. Al último shah, Mohamed Reza Pahlevi, no le dio tiempo de llevarse ni las joyas de la Corona, objeto actual de una impresionante exposición en el Banco de Estado, ni muchos objetos familiares. Sus palacios, el Blanco para el verano, y el habitual de Nayivarán, ofrecen así todo un muestrario de mal gusto personal, lujo europeo cortado de las tradiciones nacionales y vacía grandiosidad: teléfonos de oro, uniformes sobrecargados, vestuario fastuoso de Farah Diba. Un fuerte contraste con el logrado tradicionalismo decorativo del Palacio Verde, construido por su padre, fundador de la dinastía, un militar austero que dormía sobre el suelo y puso en marcha el proceso de modernización, arruinado luego por el hijo. Nada mejor para entender la puerta abierta por su despotismo a otro despotismo, el de Jomeini.
El esplendor de Ispahán, la capital del shah Abbas, a partir de fines del siglo XVI, es el contrapunto de la miseria moral y estética del último Pahlevi. El palacio del monarca safavida preside armoniosamente el espacio urbano definido por la inmensa plaza. Sus enormes dimensiones, que la convierten en la segunda del mundo, responden a una concepción integradora del poder, con la esplendorosa mezquita del Shah en un extremo y la del bazar en el opuesto. El palacio, nombrado religiosamente como la Puerta de Alí, no se cierra sobre sí mismo, sino que se abre hacia la plaza mediante una terraza y sus seis pisos sugieren una elevación hacia la espiritualidad, encarnada en la sala de música del último. Pero el edificio no pretende rivalizar con la grandiosidad de la mezquita que Abbas hizo edificar en el fondo de la plaza, la obra maestra de un estilo que unió la armonía en las proporciones y la elegancia de la decoración de azulejos de cerámica esmaltada. Su complemento y rival, siempre sobre la misma plaza, es la cúpula de la mezquita del jeque Loftollâh, con sus arabescos y flores negras y blancas sobre un fondo crema. Ispahán contiene además toda una ilustración de la forja de su estilo arquitectónico en las sucesivas fases de la construcción de la mezquita del Viernes, emprendida antes del siglo XI.
Los puentes sobre el extenso cauce del río Zayandeh culminaron el urbanismo utópico de los safavidas. Eran el lugar de esparcimiento de los ciudadanos. Solo que ahora, al haber seguido los ayatolás el siniestro ejemplo soviético del mar de Aral, el río se ha quedado seco para irrigar a los cultivos. Desaparece un paisaje emblemático de la ciudad.
Vino y rosas
Ispahán sucedió como capital safavida a Qazvin, hoy ciudad provinciana al noroeste de Teherán, con bonito bazar, palacio que anticipa las formas desarrolladas en Ispahán y suntuosas demoras de comerciantes del siglo XIX. La precedió al norte Tabriz, ciudad de poblamiento azerí y restos de la timúrida mezquita azul.
Menos efímero fue el protagonismo de la meridional Shiraz, aunque la capitalidad dieciochesca apenas duró. Sus mezquitas son hermosas, pero no resisten la comparación con Ispahán. Cerca se encuentran, sin embargo, las impresionantes ruinas de Persépolis, capital aqueménida para las fiestas del Nuevo Año, y los relieves rupestres de Naqsh e-Rustam, donde las tumbas aqueménidas muestran la imagen de un imperio aqueménida, asentado sobre la pluralidad de pueblos, como en Persépolis, y los relieves sasánidas hablan de un poder fuerte y generoso, con la entrega de su símbolo al monarca por Ahura Mazda. Primera imagen del origen divino del poder real.
Hasta la imposición de la ley seca por Jomeini, Shiraz fue la capital del buen vino y de las rosas. Hubiera merecido ser cuna del gran matemático y poeta Omar Jayyam, quien vivió hacia el 1100 en otra capital, la de los selyúcidas, Nishapur, dejándonos la enseñanza de una vida gozosa, hoy negada en Irán. Antes de que llegue el dolor, «consagra tu copa de vino, que recuerda su boca», dice en una de sus Cuartetas.
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