«Mi padre ha sido un modelo de dignidad y valentía artística», dice Jose Ibarrola
Recuerda el ambiente en el que creció, «entre arte y militancia», y cómo aprendió «casi por ósmosis» lo que supone dedicarse a la creación
El matrimonio Ibarrola volvió a toda prisa de Formentera en septiembre de 1955 para el nacimiento de su primer hijo. «Allí solo había una comadrona ... y mi padre estaba empeñado en que naciera en el País Vasco», recuerda Jose Ibarrola, que creció como un niño curioso y viajero. Hijo de padres «bohemios y clandestinos», también del Equipo 57, su infancia transcurrió entre «Córdoba, París, Dinamarca, los periodos de cárcel en Burgos...», siempre rodeado de pintores. «Todo eso te va marcando, te va construyendo». Por las noches su madre intentaba reconducir su camino. «En vez de cantar nanas me decía: tú sé abogado, economista, médico». Pero fue inútil. Ya había empezado a aprender «casi por ósmosis» lo que es el proceso de creación, «algo muy difícil de explicar y que no puedes enseñar de una manera reglada».
Artista plástico y escenógrafo, recogió la semilla que plantó su padre y que también han heredado sus hijos: Naiel, músico e ilustrador, y Martín, escritor. «Yo me he criado entre arte y militancia, no tanto partidista, sino por principios éticos y morales», explica. «Un padre tiene que ser un ejemplo moral y para mí siempre ha sido un modelo de dignidad y, en lo artístico, de pluralismo y valentía». Él estaba «muy orgulloso» de su hijo porque su vocación era «de verdad», pero no se engañaba sobre las dificultades que tendría que afrontar. «Sabía lo duro que era, no solo el oficio sino la relación del artista con la sociedad, que siempre es muy difícil. Y con la Administración, todavía más». Tenía «un sentido de la justicia muy innato» que defendía a cualquier precio. «Contra el franquismo fue encarcelado y luego ETA le persiguió con la misma saña, incluso con simetrías curiosas. Los guerrilleros de Cristo Rey nos quemaron un caserío y ETA quiso quemarnos el estudio».
Exposición prohibida
A los 17 años Jose participó en la Muestra de Artistas Plásticos de Barakaldo. Dos años después, en 1974, padre e hijo iban a inaugurar su primera exposición conjunta en la galería Aritza de Bilbao, pero la Policía la prohibió «por orden gubernativa». Pudo hacerse «por solidaridad» en una galería de Madrid, y no hubo más ocasiones de ver reunido el trabajo de ambos.
«Yo me fui muy pronto de casa, sin aspavientos, para buscar mi propio estudio. En aquella época los alquileres estaban más baratos», cuenta. «Lo de matar al padre lo hice muy pronto porque me di cuenta de que no podía estar en su estela. Ser 'el hijo de' es una faena en nuestro trabajo, te puedes volver loco». A partir de ese momento, «ya la relación era casi de colegas aparte de padre e hijo. Hablábamos de arte y de cosas que nos interesaban, yo a veces le ayudaba en el montaje de sus exposiciones».
En los últimos años ha sido el guardián de las esencias del Bosque de Oma durante su traslado a otro pinar, supervisando las tareas e incluso «martirizando» al responsable del equipo encargado de reproducir las pinturas. Al principio su familia no imaginaba lo importante que llegaría a ser esta obra que surgió «como algo muy experimental y muy sanador en un momento difícil para él. En la Transición a mi padre se le dejó de lado porque era testigo de una época que había que olvidar», incide.
Hubo momentos «muy gratos y muy ingratos», pero hoy cree que el Bosque de Oma es el mejor lugar para recordar a Agustín Ibarrola. «Es un compendio de gran parte de su trabajo. De su faceta como pintor y como escultor, porque aquí hay una concepción del espacio». Aún recuerda el primer impacto que le causó ver esta «ecuación a tamaño gigantesco» en plena naturaleza. «Mi gran satisfacción es que es la gente, con su asistencia y su reconocimiento, la que realmente ha mantenido el bosque», concluye. «Es muy difícil que la gente se apropie de una obra y más en el arte contemporáneo. Que diga: esto es mío, disfruto mucho y no quiero que se estropee».
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