Todo sigue igual

Desde que empezó el confinamiento, le he notado un cambio de humor más que notable. Habla menos, come más, se ríe menos, duerme más. Vale, puede que esté un poco paranoica, pero como dicen los matemáticos, más por menos es menos, y está combinación emocional no tiene otra explicación algebraica que la de que mi marido está triste. Ahora bien, analicemos la situación: llevamos treinta y ocho días encerrados en casa, no tenemos niños —una ventaja por lo que me cuentan mis amigas—, sólo salimos a comprar —bueno, él sale a comprar, empeñado en que yo no me contagie debido a esta asma que me lleva torturando desde hace doce años—, y nos hemos pasado Netflix y Youtube entero sin gastar una vida —esto sólo lo entenderán los millenials—. Vamos, una cuarentena al uso. Le he preguntado si le pasa algo, si esto le está afectando y su respuesta ha sido un rotundo «ni mucho menos». Pero no me lo creo, sobre todo porque cuando sale de casa se le nota contento, casi diría que eufórico. Es más, su más que deficiente higiene durante este periodo se torna en todo un ritual de asepsia cuando decide embarcarse en la arriesgada aventura de ir a comprar: ducha a fondo —«no para que no me contagien, sino para no contagiar, cariño»—, afeitado con cuchilla —el resto de días se conforma con pasarse la maquinilla eléctrica— y desodorante y perfume como para ahuyentar al virus y a cualquier otro bicho que se le acerque a diez metros. Es evidente que salir le ayuda, pero no entiendo este entusiasmo. Además, cada vez está más despistado: con la de esta semana, ya van tres veces que vuelve con la mascarilla del revés. En fin, esta cuarentena nos va a volver a todos un poco locos —o mejor dicho, un poco más locos.