Nueva vida
Cada viernes y sábado publicamos una selección de los relatos breves presentados al concurso 'En cuarentena', que organizan EL CORREO y la UPV. Los trabajos pueden entregarse hasta el 18 de mayo
Teo Torriatte
Viernes, 10 de abril 2020
Miro la agenda donde me había apuntado el planning para la quincena de confinamiento: «Día 1: Ordenar armario». De momento, incumplido. «Día 2: Limpiar trastero». No hace falta que diga que incumplido, también. He amortizado la factura de Netflix en solo tres días. Al menos puedo enorgullecerme de algo.
Mis gatas me miran desconfiadas. Diría que no están de acuerdo con esta ley que me obliga a pasar todo el tiempo encerrada en SU territorio. No dicen nada, disimulan, pero creo que están conspirando entre ellas para pedirme aumento de raciones de comida el mes próximo. La Roomba choca constantemente con cosas que no estaban antes en su camino. Creo que también me mira mal, aunque esto quizá sean imaginaciones mías. Puede que me esté volviendo loca encerrada en este piso.
Necesito salir. Cojo una bolsa de la compra y me dispongo a buscar pistachos. Hago la vista gorda a las dos primeras tiendas que veo, debo caminar algo más. En realidad, no es que me entusiasmen los pistachos, pero decir que voy a por pan me parece muy aburrido. Hay que ponerle un poco de glamur a la vida, ¿no? Oigo gente cantando en los balcones. Maldita moda importada de Italia. Al menos los italianos tenían gusto para escoger los temas. Mis vecinos son insoportables y tienen gustos musicales execrables. Debo morderme la lengua para no soltar alguna palabrota. Aún no estoy preparada para ello.
Algunos conocidos me mandan mensajes por whatsapp: «¿Cómo lo llevas, Águeda? ¡Seguro que bien, que tú ya estás acostumbrada a esto!». No sé si hablan con recochineo o bien creen sinceramente que las circunstancias no me están afectando. Prefiero eliminar los mensajes sin contestar. Todavía no domino el arte de la comunicación digital y temo acabar arrepintiéndome de responder a ciertas cosas.
Ya de vuelta en casa después del brevísimo paseo, me siento y reflexiono. Es una costumbre que no he perdido de mi antigua profesión, y creo que la mantendré por siempre. Debo ser la persona con más mala suerte del mundo. Miro los billetes de avión sobre mi escritorio, destino Hawaii, comprados hace un mes, con fecha para el próximo fin de semana, billetes que ya no podré utilizar. Aún no hace ni seis semanas que colgué para siempre los hábitos de monja de clausura, y rompí mis votos de silencio y pobreza. Suspiro, resignada. Quién me iba a decir que mi nueva vida se iba a acabar pareciendo tanto a la anterior.
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