Un negocio en ciernes
Este es uno de los relatos breves seleccionados para su publicación de entre los presentados al concurso 'En cuarentena', que organizan EL CORREO y la UPV. El día 17 de junio se dará a conocer el nombre de los ganadores
Miroir
Lunes, 8 de junio 2020, 00:45
Se colocó las gafas con cierta dificultad. Era ya casi la hora.
A las doce del mediodía sonaría la alarma: era la señal para abrir la ventana. En todo ese tiempo solo había faltado a la cita en una ocasión.
Como todas las mañanas, se había vestido con sumo cuidado: el pantalón deportivo de corte estrecho con el logo de una marca conocida, unos buenos calcetines que recogían ambas perneras al final, las deportivas con cámara de aire, siempre impolutas y chillonas. La camisa tropical entreabierta permitía intuir la abundancia del vello en el pecho, rasurado ahora con meticulosa precisión. ¿Qué sudadera?, se había preguntado. En el armario reposaban alineadas unas cuantas prendas que su madre doblaba con esmerado amor. Demasiado calor para una, además nadie desde la calle podría apreciar los tatuajes tribales de su anterior etapa. Daría lo que fuera por tener una serpiente y no un dibujo maorí.
¿Las gafas? Cambió con gran velocidad las que le ayudaban en su miopía por unas circulares de sol. Se palpó el pendiente de aro con la cruz colgando, se colocó bien la gorra con su visera, todo estaba dispuesto para el momento.
Se abalanzó sobre la ventana, sacó medio cuerpo y empezó a chillar, a insultar a un vecino que paseaba con un perro canijo y a un tipo que empujaba una silla de ruedas con un niño regordete encima.
Mientras otros esperaban una cita para aplaudir, él disfrutaba con ese momento de exabruptos. Luego como recompensa dispensaría a los vecinos el favor del tema de Yung Beef.
Como cada día, las ventanas de sus vecinos se fueron abriendo, unos le grababan con el móvil, otros se ajustaban unos prismáticos para enfocarle bien, otros le mostraban el dedo índice, era el ritual.
De repente oyó un zumbido en su cabeza, miró hacia el cielo y vio un helicóptero sobrevolando por encima de su bloque. El ruido de las hélices se mezclaba con algo que sonaba a advertencia. Intentó no prestarles demasiada atención. Era posible que tomaran fotos de su barrio. Seguro que de él guardaban mil datos bajo cualquier avieso pretexto.
Al cabo de un rato, satisfecho con su actuación, escupió hacia la calle intentando darle al del perro. Ese día no acertó.
Exhausto con la actividad, se metió en la casa, puso la música a gran volumen para que vibraran las paredes, arrimó la silla a la ventana que acababa de cerrar y se dispuso a pasar el resto del día espiando. Entre los papeles y las imágenes tenía fichado a todo el barrio. Conocía sus movimientos, sus entradas y salidas del portal, las fingidas colas en la farmacia, los encuentros furtivos en la esquina del estanco, incluso las señales entre ventanas y balcones. Se sentía como Dios, todo estaba bajo su ojo avizor. Al salir a la calle les podría pedir dinero a todos, a cambio de su silencio. Por fin se convertiría en emprendedor y tendría su propio negocio.