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Christian Klein
Jueves, 11 de junio 2020, 23:46
El ladrón que me robó el gato es un anciano con albornoz.
Me sonríe a todas horas porque se cree ya ganador. Los millenials tenemos muy poca credibilidad en los tiempos que corren: nuestros desaires representan la caída de la civilización. ¡Es injusto! Sé que si el edificio ardiera yo salvaría al felino, pero también sacaría a rastras al abuelo, de tan agarrado que iría a la cola peluda.
El robo ocurrió hace dos semanas, cuando más vacías andaban las calles.
Me dicen: Maite, tu gato simplemente se aburrió de ti. Mentira, el animal saltó al balcón del vecino y luego ya no supo volver. ¿Nunca te has fijado en que los animales domésticos sacrificaron inteligencia por comodidad?
El anciano lo acarició al principio. Se hizo el inocente enfundado en sus alpargatas. «Oye, ¿y si me lo quedo yo una temporada?», insinuó con un bizqueo de ojos. «También hay que centrarse en su bienestar, ¿no?». Me reí por hacer algo. Al terminar, el abuelo ya había bajado la persiana y de mi gato, ni rastro. Desde entonces, el hombre se niega a abrirme la puerta.
A veces lo veo en la terraza del enemigo, desperezándose bajo el sol de marzo. Mi gato y su galopante síndrome de Estocolmo.
El inconveniente de la cuarentena es que, en teoría, no puedo salir de mi piso ni entrar por la fuerza en el suyo. Así que el otro día me armé de valor y subí al tejado comunitario con una lata de atún. La ironía: jamás he comprado esta marca tan gourmet y ahí me ves, susurrándole desde arriba y blandiendo el envase en el aire. Sus bigotes se tensan. Sé que, motivado, es capaz de hacer escalada alpina. Pero unos guardias municipales me ven ahora, sacan el megáfono, qué vergüenza, y me explican que no puedo estar allí. Bajo corriendo las escaleras y de verdad que no quiero acercarme mucho, pero necesito que alguien me escuche, por favor. Ellos se protegen detrás del aparato. Desoyen mis súplicas. «Suba a su casa ahora o le caerá una multa». Las risitas del viejo revolotean en el portal.
Ahora él me mira mientras fumo en el balcón. Legitima su autoridad abrazando a mi mascota, a tres metros de distancia. Sonríe, lo cubre con besos secos. «Deje de buscarme las cosquillas», dicen mis ojos entrecerrados. «Usted es un grupo de riesgo, sí, aunque esta inmunidad cívica no le durará para siempre». No veo el día en que el fin del Estado de Alarma ponga a este sinvergüenza en su sitio.
Pero no hace falta esperar mucho para esto. Porque mi gato se escurre ahora de entre los brazos del viejo, con ese bamboleo que es mitad desfachatez, mitad inquina, y salta, vuela por los aires, y cae a los pies de una niña en el piso de abajo, que mira hacia arriba y me ve agitar los brazos al triunfante grito de «¡sí, quédatelo, quédatelo!», mientras el ladrón a mi lado patalea, enrojece y lloriquea, derrotado.
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