Desamando
Este es uno de los relatos breves seleccionados para su publicación de entre los presentados al concurso 'En cuarentena', que organizan EL CORREO y la UPV. El día 17 de junio se dará a conocer el nombre de los ganadores
Nanalia
Lunes, 8 de junio 2020, 18:11
–Es él.
Lo reconocen por su contraseña subconsciente, por el modo de presionar el interfono del portal.
–Que deje la comida en la puerta, como ayer ¿o era anteayer? Yo no pienso salir a recogerla hasta que se vaya –es ella quien se expresa así de expeditivo hacia su propio hijo, alguien por quien hubiera donado sus pulmones hacía tan solo una semana, pero del que ahora repudia su contacto por si los agrede con esa maldad de proteínas del virus neonato.
–Yo lo saludaré y la entraré, sí, extremando la prudencia, lo sé –mitiga él, padre del suministrador.
Y así sucede, que conversan prudentes por distantes, en tono y en centímetros, como si el hijo fuera el carcelero y los padres reos de sí mismos.
Entre los dos ancianos suman 185 años de permanencia planetaria, 72 de travesía sentimental conjunta, sin una sola incursión desde que obran como dúo, que se supieran, en otras bocas, siquiera en otras manos. Clásicos de esencia: dos hijos intergenéricos, paz económica y una salud incomprensiblemente azuleada para sus otoños. Los 95 de él solo requieren de colirios para unos ojos envejecidos de conos; los bastones no son de su interés y todavía camina erguido y sistemático, aunque en estos tiempos de cóleras debutantes, solo el pasillo del piso le sirve como deambulatorio. Ella calza unos pies desajustados de pisadas y no la maltrae esta añadidura de sedentarismo a ultranza.
Él se ha provisto de guantes para retirar la comida. Ella, con guantes también, fiel a su educación servil con el marido, desinfecta la hermeticidad de los recipientes que la contienen con lejía sin precaverse de que dañaría más cualquier filtración que el propio virus.
Aunque se saben frágiles, se pretenden inmortales. Solo disponen de sí mismos y de su instinto de conservación para no formar parte de la voracidad de una estadística que se ufana en restar ancianos al padrón a comunicados vista. Sobreinformados, sobreexcitados, sobreexpuestos al miedo, han fortificado su espacio inmobiliario y han antepuesto su supervivencia a su amor, su perpetuidad siquiera al contacto visual, por si acaso cualquier externo irradiara toxicidad, no importan demasiado antiguos afectos parentales.
Han olvidado hasta a los nietos, tan cercanos cuando la era de la conciliación, cuando los diques antitragedias no se habían aún desmoronado. Afuera ha dejado de existir. La televisión vomita incesantemente confusión, se superponen apocalipsis en residencias de ancianos y esa deflagración entre sus iguales los refuerza en su bunkerización, incluida la emocional.
No se plantean si volverán a querer como antes. No se plantean si habrá siquiera un después, pero son conscientes de que, aunque lo haya, no volverán a confiar en él. Sorprendentemente, no extrañan, solo evocan, pero sin que la nostalgia les provoque desconcierto, siquiera desconsuelo, menos aún remordimientos.
Mañana será ella, la hija, quien se alterne para cubrir su alimentación. Tampoco la madre la recibirá siquiera con los ojos. Y él, un día más contaminado por la catástrofe, ya lo decidirá, quedan todavía centenares de muertos por digerir.