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Domingo, 23 de septiembre 2018, 13:27
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Hay dos películas en 'Yuli'. El 'biopic' de superación sobre un artista que se impone a las adversidades y termina triunfando y el relato político de un país en trance de transformación que obligó a buena parte de sus artistas a buscarse las lentejas en el extranjero. Icíar Bollaín es una narradora poderosa que sabe pulsar los resortes de la emoción. Los primeros compases del filme son prometedores. Su retrato de La Habana posee fuerza y capacidad de fascinación cuando narra la infancia de Carlos Acosta, alias Yuli, un niño al que su padre obliga a ser bailarín porque sabe que será la única manera de que escape de la miseria. Quiere tanto lo mejor para él que no duda en molerle a palos con un cinturón.
Cuando Carlos Acosta crece y el personaje adquiere los rasgos del verdadero bailarín comienzan los problemas de una película que quiere ser algo más que la odisea vital del Billy Elliot cubano. Al protagonista le duele tanto Cuba, que a pesar de triunfar en el Royal Ballet y ser el primer artista negro en encarnar a Romeo, regresa a su tierra para ocuparse de la compañía nacional. La presencia de Acosta en el filme obliga a Bollaín a dibujarle casi con un halo de santidad. Se suceden los dramas del personaje, como el desarraigo que siente y el tragico final de una hermana esquizofrénica, pero no nos importan demasiado sus sinsabores. La discutible decisión de conservar enteros en el montaje los números de danza provoca que la acción se empantane y la cinta se haga innecesariamente larga.
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