Adiós a Argi, el perro del 'sintecho' que vive en la Gran Vía de Bilbao
Hoy quería hablar del dolor que deja la muerte de un perro
La pérdida de un perro es una experiencia dolorosa que golpea el alma y que deja un vacío imposible de llenar. Parte de la sociedad ... aún no comprende los estrechos lazos que se establecen con estos compañeros de cuatro patas, pero son nuestros seres queridos y su muerte nos afecta como tal. Oier echa muchísimo de menos a Argi, su fiel amigo, su única compañía durante los últimos 18 años. Ahora mismo no se plantea tener más animales, pero reconoce que la vida sin perro es menos vida.
El sábado pasado, por la mañana, fui de compras con Lope. En la esquina de la tienda Oysho, en la Gran Vía, nos topamos con Oier, que se quedó mirando a Lope mientras le sonreía. Entonces, me di cuenta de que estaba solo, sin Argi, que siempre estaba acurracado a su lado. Me quedé con esa tristeza que intuí en sus ojos y no se me olvidó durante toda la semana, así que este sábado volvimos donde él, sabiendo que le encontraríamos en el mismo sitio.
Lope estaba asustado, con el rabo entre las patas, porque había mucha gente. «Le da miedo hasta el viento, es muy asustadizo», le conté a Oier para empezar una conversación. «El mío tenía miedo a los municipales, les ladraba a todos, pero no se lo enseñé yo ¿eh?», compartió. «Ya no te veo con él, ¿le ha pasado algo?», le pregunté preocupada. «Falleció hace dos meses, con 18 años, de mayor».

Oier vive en la calle. Y Argi vivía con él. De hecho, era una prolongación de sí mismo. A veces se quedaban pidiendo durante todo el día al lado de El Corte Inglés y otras veces subían más arriba, al número 31 de la Gran Vía, pero siempre estaban juntos, sentado uno al lado del otro, inseparables. Oier me contó que se encontró a Argi dentro de un contenedor, en La Casilla, cuando solo tenía un mes. Estaba junto a otro cachorro, «su hermano», pero solo pudo quedarse con este mestizo bonachón para el que no pudo elegir un nombre más apropiado. Argi llenó su vida de luz. Y al revés. Si aquel día no llega a encontrárselo, hubiese muerto. Le salvó. Se salvaron mutuamente.
En los últimos tiempos, Oier llevaba a Argi en un carrito, porque ya apenas podía andar por la artrosis. Una chica con la que suelo coincidir en el parque, paseando a los perros, me ha contado que ella vio cómo una joven le compró a Oier el carrito para llevar a Argi en la clínica veterinaria Ensanche. También solía ayudarle con los gastos veterinarios. Y otras personas de buen corazón le llevaban pienso y mantas. A Argi no le faltó la comida ni el cariño, pese a no tener un hogar. Lo bueno de los perros es que nunca juzgan, aman incondicionalmente, les da igual que seas millonario o vivas en la calle. Oier agradece todo este tiempo con Argi, pero cree que no volverá a tener otro perro: «Solo si se me cruza o alguno me necesita».
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