Vela y Guantes, patrulleros del Bilbao de hace un siglo
Un repaso a los casos de estos dos policías permite trazar un retrato de la villa de hace cien años, menos pacífica de lo que solemos imaginar
Quizá, si se hubiesen apellidado López y Martínez o algo por el estilo, sus frecuentes apariciones en las páginas de sucesos habrían pasado más inadvertidas. Pero se apellidaban Vela y Guantes, así que resultaba inevitable reparar en ellos cada vez que los mencionaba algún periódico, siempre en ese orden, como si fuesen una firma comercial o un dúo de vodevil. Los inspectores Sebastián Vela y Lino Guantes, los policías más populares del Bilbao de hace un siglo, parecen dos personajes a la espera de que alguien les dedique por fin la novela negra que merecen. Incluso muestran en los viejos retratos la apariencia física que se corresponde con sus apellidos: Vela, enjuto como un cirio; Guantes, corpulento y redondeado como una manopla de invierno.
«No hay para ellos horas de servicio; en cualquier momento del día y de la noche están dispuestos a interrumpir su refrigerio, su sueño, para acudir allí donde se les llame: unas veces los hallaréis por los montes dando batidas, otras recorriendo los lugares más apartados de la población a altas horas de la madrugada», los cubría de elogios en 1923 'El Noticiero Bilbaíno'. Vela y Guantes formaban parte de la sección de paisano de la Guardia Urbana, la llamada Policía de Seguridad Municipal, y de hecho siguieron patrullando con sus ropas civiles entre 1914 y 1919, cuando el Ayuntamiento suprimió esa división del cuerpo. Un repaso a sus pesquisas y detenciones permite trazar un retrato minucioso de aquella villa de hace cien años, mucho menos pacífica de lo que tendemos a imaginar.
Todos los días se producían arrestos por robos –de carbón, de ropa, de cable, de carga de los barcos, de portamonedas, de comida...–, pero también abundaban las reyertas y salían a relucir a menudo los revólveres. En las tabernas de los llamados barrios altos, la zona de San Francisco y Miribilla, se desataban feroces pendencias que a veces acababan muy mal. Entre los homicidios resueltos por Vela y Guantes figura, por ejemplo, el de 'Chatín'. A las once y media de la noche del 29 de junio de 1915, un tasquero de la calle Laguna quiso echar a una joven que estaba alborotando, pero Valentín Vázquez 'Chatín' salió en defensa de la chica, espetándole al hostelero que no se trata así a las mujeres. En la refriega posterior, a 'Chatín' lo mataron de una puñalada en el costado. También cundía la violencia política: el 1 de mayo de 1920, se desencadenó una batalla campal entre nacionalistas y republicanos. Francisco Elordi, ebanista baracaldés de 20 años, hijo de una quesera de la Plaza Vieja, murió de un tiro por la espalda que recibió en el bar Los Cien de la calle Somera.
Vela y Guantes perseguían a delincuentes de imaginativos alias, como Miguel González 'Mano de Hierro', José Sáenz 'el Torero Guapo', Juan Abásolo 'el Barberillo de Sestao' o Enrique Montiel 'el Chico de la Blusa Blanca', que junto a tres cómplices robó 96 pesetas y 75 céntimos a una sirvienta: los invirtieron en unos pantalones, un traje, una camisa, una boina, unos calcetines y una buena comida. Los inspectores lo mismo desmantelaban una banda dedicada a robar cable telefónico, que acompañaban al alcalde en una ronda de inspección por «casas de prostitución, posadas y posadillas», que salían de Bizkaia en misión especial para detener en Palencia a unas ladronas de joyas. El Bilbao de entonces, portuario y cosmopolita, era un cruce de mil caminos donde muchos tropezaban: gente como Isaac Bueno, de improbable nacionalidad turca, que birló 35 billetes de una libra esterlina; o como el elegante santanderino Ramón Ribero, que cometió varios robos y se pulió toda la ganancia apostando en el frontón; o como el marinero noruego Oscar Albest Hogfett (así lo escribió, al menos, la prensa de la época), que hurtó doscientas pesetas a un compañero y se gastó 115 en whisky.
Frascos de esencias finas
A todos ellos los capturaron Vela y Guantes. Algunos de sus casos tienen el encanto de los relatos de detectives de ficción. Manuel Fernández 'el Asturiano' era el cabecilla de una cuadrilla de ladrones y, desde la cárcel, pasaba croquis a sus compinches para que recuperasen objetos robados que había escondido: en la última fila de árboles hacia el astillero Euskalduna, una botella rota con dos relojes y una cadena de oro; entre unas piedras, al lado de la vía de Portugalete, ocho frascos de esencias finas, un espejo y un cortaplumas; entre unas zarzas de la Campa de los Ingleses, doce sortijas de oro y una medalla de nácar.
Los botines de aquellos delincuentes, repasados desde nuestros días, tienen algo de poético, como cápsulas del tiempo que no siempre acabamos de entender: a José Santos, un gaditano de Medina Sidonia que en 1922 desvalijó una «taberna restaurant» de San Francisco, le requisaron «un billete del Banco de España de cien pesetas, un billete cubano de cinco pesos, veinticuatro pesetas en plata, una moneda de oro de veinte francos, un duro falso, una chapa de camarero de cinco pesetas, un reloj pulsera de oro, una cadena, un portamonedas de plata, una carterita de señora, un lapicero anuncio, dos medallas, veintitrés puros y dos servilletas». Un año después, por cierto, se produjo una coincidencia que los guasones periodistas de la época debían de llevar décadas esperando: nuestros protagonistas investigaron el robo cometido en Varadé, una guantería de Gran Vía. «Vela y Guantes persiguen al de los ídem», concluía la noticia.
Ambos se jubilaron antes de la Guerra Civil y Lino Guantes aparece entre los muertos en el asalto a la cárcel de Larrinaga, en enero de 1937. A lo largo de más de treinta años de carrera, el Ayuntamiento condecoró repetidamente a esta pareja que «supo tener en jaque a los maleantes profesionales», según los perfilaba en 1933 'El Noticiero Bilbaíno'. Y añadía: «A su solo nombre procuraban, cuanto antes, poner tierra de por medio».