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Antonio Cano tiene 47 años. Vive en Murcia. Y perdió a su padre en el accidente aéreo del monte Oiz. Acaban de cumplirse 38 años ... de aquella tragedia y la historia sigue estando muy presente en la memoria de la sociedad española. Un 'Boeing 727' procedente de Madrid, con destino Sondika, se estrelló en este paraje vizcaíno tras impactar con la antena de ETB que despuntaba en su cima. No hubo supervivientes. Sus 148 ocupantes fallecieron en el acto.
Antonio lleva el nombre de su padre. Es el primogénito de una familia de tres hermanos que salió adelante «gracias al esfuerzo» de su madre. El accidente le arrebató a su progenitor cuando solo tenía 9 años. Su padre acababa de cumplir 43. En la medida de lo posible, este ingeniero murciano había dado por cerrado este capítulo de su vida. Pero hace unos meses, un amigo de Bilbao le llamó para comunicarle que había novedades.
148 personas
murieron el 19 de febrero de 1985. Se cumplen hoy 38 años de aquel desastre.
EL CORREO publicaba un podcast en el que se recogía el hallazgo en la zona del accidente de un hueso y de trozos de fuselaje del aparato, el 'Alhambra de Granada', así como de diversos objetos personales de las víctimas (zapatos, un cinturón, tenedores de Iberia...). Y lo que para Antonio era más importante: el trabajo periodístico daba cuenta del intento en vano del joven que encontró los restos, Rubén Santos, y de un periodista de este diario para que se limpiara el lugar y se honrara la memoria de los fallecidos.
«No tenía ni idea de que el escenario del accidente estaba así. No sentí rabia ni indignación, pero sí pena y tristeza. Porque me parece que, primero, nadie tiene por qué encontrarse con eso en un paseo por el monte y, segundo, es verdad que sería muy bueno y deseable que se retirase aquello y se rindiera un homenaje, con una placa o monolito en recuerdo de las personas que allí murieron».
Antonio sostiene que posiblemente las cosas no se hicieron bien entonces. «Supongo que eran otros tiempos y que había que tener mucho estómago para retirar todo aquello. En cierta forma, yo asumo que parte de mi ADN está en el monte Oiz, pero creo que ahora se puede arreglar esto», explica. A su juicio, «nunca es tarde si la dicha es buena y mi madre y mis hermanos estarían muy agradecidos de que se hiciera algo».
El ingeniero murciano nunca había hablado para los medios hasta ahora, pero dio el visto bueno a esta entrevista precisamente porque cree que es necesario dar a conocer lo que sucedió en aquel rincón de Bizkaia. «Tiene un significado en la historia de este lugar y también en la vida de 148 personas y sus allegados». A su juicio, es el momento de cerrar una herida relacionada con la memoria de las víctimas.
En ese contexto, Antonio repasa la historia de su familia. «Mi padre era un directivo de la empresa de componentes de automoción Valeo. Vivíamos en Madrid, pero somos de Murcia, donde había una fábrica de la empresa para la que trabajaba mi padre. Precisamente, el viaje a Bilbao tenía que ver con una inversión para potenciar esa factoría», relata. «Y el Oiz también acabó con ese proyecto porque no salió adelante».
Antonio recuerda a su progenitor como una persona «sana, muy familiar» y con muchas ganas de vivir. «Amaba la música, la pintura, el deporte y la montaña. Sobre todo el senderismo, algo que no era habitual en la época. Me acuerdo de que en Navidad cogía a todos mis primos y nos llevaba al monte».
El accidente golpeó de manera brutal el universo de un niño de diez años. «Sí. Claro que recuerdo nítidamente el momento. Yo llegaba del colegio y había varios compañeros de mi padre en casa. Decían que había habido un accidente. No me dejaron ver las noticias y me fui de nuevo a clase. Allí ya me dijeron que no había supervivientes y rompí a llorar. Es curioso cómo impacta algo así. No solo en mí, sino también en todos mis compañeros. Hace unos años nos volvimos a reencontrar. Todos lo habían conservado en su memoria. Todos recordaban aquel 19 de febrero y alguno incluso me dijo que se había hecho ingeniero aeronáutico por ese motivo».
Antonio y su familia nunca han estado en el Oiz. «Durante el bachillerato, hice un viaje por Euskadi con dos grandes amigos (uno de ellos es Morey, la persona que le informó de las últimas novedades) y tenían miedo de mostrarme el monte. Lo vimos a lo lejos, con su silueta, y yo pensé que ahí descansaban parte de los restos de mi padre, porque no se pudo traer todo a Murcia. No le tengo fobia al lugar, más bien lo contrario. Siento calor. Creo que forma parte de la historia de mi familia».
Antonio nunca ha tenido miedo a volar. «La primera vez pensé en mi padre, pero, como soy ingeniero de formación, creo que el avión es un invento fabuloso». Destaca el coraje de su madre. «Fue muy valiente. No es fácil sacar adelante a tres niños pequeños. Ella, además, es muy inteligente y nos mantuvo al margen de muchas especulaciones. Nunca dejó que nos obsesionáramos con el accidente. Se dijeron muchos disparates sobre las causas, que si había habido un misil, ETA... Todas estas ideas descabelladas se valieron de que hubo cierto oscurantismo y de que nadie salió a cortar de raíz esas insinuaciones. Tenemos mucho cariño al País Vasco y, en cierta forma, nos gustaría que alguna placa o algo recordara lo sucedido».
Rubén Santos, el joven vizcaíno que encontró en el verano de 2021 un hueso humano en la zona donde se produjo el siniestro del monte Oiz, lo que hizo que se reabriera el caso, ha empezado a trabajar en un proyecto para colocar una escultura con forma de avión en la cima de la montaña. Santos, junto a su amigo Xabier 'Okos' buscan ahora a algún experto capaz de fundir los pedazos de fuselaje que han recogido con este fin. Son de aluminio. «Nuestra idea es rendir un homenaje a los fallecidos, ya que ninguna institución ha hecho nada ni se ha puesto en contacto con nosotros después de que encontráramos los huesos y diéramos a conocer que la zona sigue estando plagada de objetos personales», se queja Rubén. «A mí, personalmente, me parece increíble el olvido al que se está sometiendo a estas 148 familias», añade. Los dos jóvenes esperan obtener los permisos necesarios para subir la escultura (una vez que esté concluida) y enraizarla en la cima de la montaña.
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