A quien madruga la nariz se le arruga. No es así, pero es lo que sienten quienes salen de casa antes de que los de ... la limpieza hagan desaparecer los orines. Debo decir que merecen aplauso. Se podrá mejorar y siempre habrá un vecino que se queje, con razón, de que su calle huele a cloaca. Pero no podemos obviar lo complicado de su labor. Como en tantas otras cosas no mejoramos. Incluso vamos a peor. Me refiero a lo de aliviar la vejiga en plena calle.
Y lo vamos a explicar. Viene de viejo. Pero ahora ni se disimula. No hace mucho, en los Jardines de Albia, íbamos de regreso a casa cuando nos encontramos con unas chicas orinando delante de los juzgados. No se tapaban nada. Así que les señalamos las cámaras que había y les advertimos de que podían estar siendo grabadas. Ni contestaron. Y seguimos camino, intentando esquivar los regueros de orina que bajaban por Ibáñez de Bilbao. «Pues no sabes en Solokoetxe», apuntó una amiga. Total que nos pasamos media hora decidiendo si Santutxu, Deusto o Rekalde sufrían más por este tema.
Porque ya es oficial. Bilbao, como toda ciudad o gran pueblo, es un enorme retrete. Durante la pandemia se habló de que solo teníamos 50 urinarios públicos en la villa y que al permitirnos empezar a salir, como estaba cerrada la hostelería, no daban abasto. Curioso. Porque es la misma queja de siempre.
No está muy claro el arranque de esa inquietud por mantener calles y paredes limpias. Pero a comienzos del XIX ya existían meaderos en la Plaza Nueva. Solo podían usarlos los varones, erguidos y de cara a la pared. Así que tampoco servía para las damas, ni para aguas mayores. En principio fueron cuatro. Uno en cada extremo de la plaza. Pero en 1851, ante su estado, el Ayuntamiento decidió arreglarlos y aumentar la dotación. De esa forma, siendo encargado de su construcción Martín de Iturrioz, los arreglaron y construyeron cuatro más. Todos de zinc, que era lo más moderno y práctico. La cosa mejoró, pero seguía oliendo mal. Además no era muy fino eso de vaciarse ante los ojos de los demás.
Por eso nacieron unos urinarios a modo de caseta sin puerta, con una celosía en el techo por donde se iban los olores y con una cisterna que descargaba el agua y limpiaba el asunto. La idea caló y se extendió a otras zonas. Ya teníamos 16 urinarios. Se levantaron en zonas como Botica Vieja, La Casilla, Miribilla, la plaza de San Pedro o Sarriko. Preferentemente en lugares discretos y de paso, como los bajos del Puente de la Salve, en la orilla de Campo Volantín. A fecha de hoy habrá unos 50. Reconozco que no soy usuario. Si la cosa aprieta y apunta a que no llegaré a tiempo al mío, entro en un bar, pido un zurito y voy al baño. Porque miccionar en casa ajena sin dar nada a cambio tampoco lo entiendo, por muchas normas que se inventen los políticos, tan generosos siempre con los bienes que no son suyos. Aunque, seamos sinceros, nos es fácil encontrar un local donde aliviarse en una noche bilbaína que se parece cada vez más a la del Vaticano.
Pero no es excusa. Algo hemos hecho mal, también en esto, al trasladar de forma tan errónea los valores cívicos a las siguientes generaciones. Siempre se ha orinado. Pero intentando que no te vieran, sabiendo que no era lo correcto y sin decorar la puerta de los portales. Ahora es tan normal como fumarse un cigarro apoyado en una farola.
Si miran que miren. Dicen que todo vuelve. Pues sepan que Bilbao fue una de las capitales pioneras, siglos atrás, a la hora de establecer una curiosa prohibición. La de no saludar ni hablar con el resto de los viandantes mientras se estaba defecando o miccionando. Porque una cosa era hacerlo y otra proclamarlo. Visto el panorama que no les extrañe que acabemos así. Porque, como diría mi difunto abuelo, lo de las vejigas sueltas en Bilbao es como para mear y no echar gota.
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