La cuadrilla de Bilbao
Bilbaínos con diptongo ·
JON URIARTE
Lunes, 2 de noviembre 2020, 00:43
No es bollo ni baldosa. Tampoco vaso o pastel. Siendo tangible, carece de masa fija. Cambia para ser la misma. Por eso es uno de ... nuestros grandes iconos. Símbolo y patrimonio de Bilbao. Tesoro costumbrista que merece respeto. Sobre todo ahora, que vive sus peores días. No deja de ser extraño que Emiliano de Arriaga no la incluyera en su Lexicón Bilbaíno. O que la RAE aporte un buen número de definiciones, pero se olvide de una. La que hoy nos interesa. La que se refiere a lo que significa en Bilbao la palabra 'cuadrilla'.
«Grupo de personas, del mismo o de diferente sexo, que comparten citas con la vida». Es la primera descripción que se me ocurre. Existe entre los vascos y también más allá. Pero alcanza su plenitud en el Botxo. No por mejor o peor, sino porque no hay capital de su tamaño que cuente con tal arraigada tradición. Las urbes devoran el ser y se conforman con estar. Y más en estos tiempos. Esta semana seguí en Twitter un hilo donde una joven no lograba entender la necesidad de quedar con la cuadrilla para tomar un café o un vino. Lo tachaba de ocio absurdo y rancio. Aseguraba que se podía mantener una amistad por Internet. Muchos compartieron su opinión, lo que incrementó mi angustia. Porque esa es, precisamente, la clave. Cuadrilla no es sinónimo de amistad. Es otra cosa. Carece de objetivos evidentes, porque ella es el objetivo. Por eso deberemos explicar lo que es. Empezando por su naturaleza. Carece de número fijo. A partir de tres y puede llegar a ser inmensa. Aunque rara vez excede de la veintena. Lo normal es un núcleo de media docena, ampliable según cita o necesidades. Esta fluctuación se debe a lo que decíamos sobre la amistad. Los íntimos casi siempre están en ella. Pero no todos los de la cuadrilla son íntimos. Porque, y aquí vamos a las actividades, la cuadrilla es un paréntesis. Un alto en el camino para hablar de todo y, en especial, de nada. Jamás saldrá un negocio o una idea que cambie el mundo. Ni falta que hace. Nació para otra cosa. Viene a ser una terapia. Lo habitual, una vez por semana. Que se extienda más allá, depende de sus miembros y del momento. Lo que nos lleva a las normas. Para ingresar no hace falta nada y se necesita todo. La ciencia sacará la vacuna para los próximos virus antes de que alguien logre saber cómo y por qué una persona entra en una cuadrilla. Viene a ser un tren que a veces pierde un vagón y suma otro. Sus recorridos rara vez cambian. Por lo general bares. Pero no siempre. Cuidado con confundirla con los txikiteros. Esa es otra tribu. Más cerrada, discreta y cantarina. Su dios es Baco y su amatxu la de Begoña. En cambio un servidor pasó la adolescencia con su cuadrilla, sentado en el chaflán de una perfumería. Simplemente hablando. Al otro lado, unas chicas hacían lo propio frente a un ultramarinos. De aquellas cuadrillas poco queda. Porque no siempre son eternas. Pero algunas vencen a la obsolescencia y generan magia. Me lo descubrió un compañero madrileño, durante un viaje a Bilbao. Teníamos la cena pagada, pero le convencí para pasar la velada con mi cuadrilla. «Esto es un tesoro. En Madrid no salimos, vamos a los sitios. Y al final pierdes el contacto», sentenció. Deberé añadir dos detalles. Era jueves y llovía a ratos. Le maravilló que fuera cita fija, pero no obligada, que tomáramos potes en la acera, en un día de labor y desafiando a la lógica.
Cada vez que nos vemos, pregunta lo mismo. «¿Si voy a Bilbao, puedo quedar con tu cuadrilla?». Por eso indigna la gente que no considera un drama más de la pandemia no poder quedar con la cuadrilla. O, al menos, no como antes. Mi madre tiene una. Mis sobrinos otra. Despreciarla es enterrar, un poco más, lo que fuimos y lo que deberíamos seguir siendo. Al fin y al cabo, cuando todo pase, una de las pocas cosas que nos seguirá esperando será la cuadrilla.
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