Bilbao y los gorrones
Han leído bien el titular. No son gorriones, sino gorrones. Un tipo de pájaro que jamás gustó por aquí. A alguien de Bilbao se le ... presupone mano rápida a la hora de sacar la cartera y pagar la ronda. Como decía K-Toño padre, ser bilbaino sale caro. Por eso quien vive del bolsillo ajeno no cae bien. Ni en la capital, ni en toda Bizkaia. Para demostrarlo viajaremos al medievo. Por entonces no fallaban en bautizos, velatorios o bodas. Empezaremos por las últimas. Cuando casarse era un lujo.
Las parejas que decidían dar el paso al matrimonio pasaban por un día que no se lo deseamos a nadie. En primer lugar estaban los invitados. Todos los del pueblo o la villa. Y cuando decimos todos nos referimos a la totalidad de los que vivían allí y a quienes pertenecían a la jurisdicción municipal. Algunos vivían lejos. Por lo que era obligatorio alojarlos en el caserío de los novios o de sus familias. Tras la misa, el mozo bailaba con la novia y después con todas las mujeres allí presentes. Imaginen cómo acababa tras ese meneo. Pero lo de ella era peor. Acompañada de hermanas y amigas organizaba las mesas y servía las viandas, mientras el novio se sentaba junto al párroco, la autoridad correspondiente y los padrinos. Solo por eso casarse era un ejercicio de masoquismo. Desconozco si luego cumplían en el lecho nupcial. Habría sido como para darles premio y vuelta al ruedo.
Cómo sería la cosa que llegó un momento en que, viendo el desgarro económico para las parejas y familias menos pudientes, se prohibió en todo el Señorío que acudiera gente que no fuera pariente directo por vía ascendente, descendente y colateral. Es decir, los cercanos. Y quien se saltara la norma y ejerciera de gorrón acabaría pagando una multa de entre 1.000 y 10.000 maravedíes, según la jeta y la reincidencia. La ley hizo que algunos, y algunas, cambiaran las bodas por los bautizos. Hasta hace cuatro días la gente nacía en casa. Y lo suyo era no dejar descansar ni al recién nacido ni a la madre que lo parió. Con la excusa de llevar un regalo se presentaban con más cara que vergüenza. Y había que darles de comer. Dejaban arcones y despensas como si hubiera pasado una marabunta de termitas. Así que los responsables del Señorío de Bizkaia sacaron otra norma, esta vez con multa de 600 maravedíes, para acabar con los gorrones de bautizos.
Pero ya se sabe que esta gente es inasequible al desaliento. Se aferraron a los velatorios. Cuando un vecino moría el resto acudía en tromba para dar el pésame a la familia y llorar al difunto. Famosas eran las plañideras que, a cambio de derramar lágrimas desesperadas, recibían una suculenta comida o, directamente, dinero. Las más gorronas, las plañideras eran siempre mujeres, echaban tanto teatro al asunto que también hubo que legislar en materia de gritos, histerismo y cantidad de lloronas. Ya ven que el gorrón, fuera donde fuera, nunca fue pájaro querido. Salvo uno.
El invitado eterno
Pitarque nació 23 de abril de 1893 y murió el 12 de abril de 1944. Fue uno de los nueve hijos de Valerio Pitarque Serrano y Leocadia Concepción López de Arcaute. Los tres primeros murieron a los pocos años de vida y el resto tampoco tuvo una vida fácil. Quizá por ello José Luís, que así se llamaba nuestro protagonista, se buscó alegrías en los vericuetos del destino para vergüenza de su hermano, párroco de San Nicolás. Eso incluía acudir a bodas sin ser invitado. El novio creía que era familia de la novia y viceversa. Fue tal su habilidad que alcanzó estatus de mito. Si Pitarque no se había colado en una boda, es que no merecía la pena. Y se rendían ante su arte. Como la vez en que un comensal, pretendiendo humillarlo, gritó «lo que hagas con ese pollo lo voy a hacer yo contigo!». Y Pitarque, ante el silencio y la expectación general, se levantó, agarró el ave y le metió un dedo por el culo. Lo dicho, hasta entre los gorrones hay pájaros y gorriones.
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