Como en los viejos tiempos
Ernesto Valverde tocó a rebato desde el minuto uno y ese ataque con todo desde el pitido inicial intimidó el Real Madrid
Esperábamos mucho del clásico entre el Athletic y el Real Madrid. Por la situación y trayectoria de los dos equipos se anunciaba un partido con ... todos los ingredientes para disfrutar de una gran noche de fútbol. No defraudó. Como en los viejos tiempos, cuando la rivalidad entre estos dos históricos estaba más nivelada y saltaban chispas en sus choques, el encuentro tuvo de todo, incluido un penalti contra los de casa, detenido por Julen Agirrezabala. Lo tiró Mbappe, que estaba pasando desapercibido en su debut en La Catedral. Gorosabel tenía bastante culpa del escaso rendimiento de la estrella blanca, que confirmó desde los once metros que está metido en una discusión consigo mismo, en la que nadie sabe quién tiene razón.
Hacía mucho que San Mamés no disfrutaba de un arranque de partido tan brioso del Athletic. Fue una puesta en escena a la vieja usanza, un derroche de carreras, presión y batalla cuerpo a cuerpo por cada balón. Los nuevos tiempos han traído nuevos modos y ahora lo habitual suele ser que el Athletic empiece los partidos como todos los demás, o sea, contemporizando, estudiando al rival, amagando por aquí y por allá; vamos, nada que ver con la fama que ha gastado este equipo desde siempre.
Pero el de anoche era uno de esos partidos especiales y Valverde tocó a rebato desde el minuto uno. Ese ataque con todo desde el pitido inicial intimidó a un Real Madrid al que la única opción que le quedó fue tratar de enfriar la caldera a base de retener la pelota en una sucesión de pases horizontales en su propio campo, a la espera quizá de un golpe de mano de sus estrellas atacantes, golpe improbable porque la intensidad del Athletic no se limitaba a su presión arriba. Los defensas venían con la misma carga eléctrica que sus compañeros más adelantados, más que suficiente para achicharrar cualquier amago de un Madrid lento, premioso, jugando siempre con un ojo en el retrovisor, temeroso de la verticalidad de un Athletic al que no le importaba cometer algún error de bulto con el balón, porque lo recuperaba en un suspiro.
Los nuevos tiempos también han traído el VAR, que, como máquina que es, no es ni bueno ni malo en sí mismo; el problema está en quienes lo manejan. Y así, cuando menos te lo esperas, te puede salir un Figueroa Vázquez de la vida, para poner en peligro lo que estaba siendo un partidazo, en un alarde de protagonismo reforzado por un desconocimiento inaudito acerca de en qué consiste este juego. Afortunadamente, en el campo estaba un buen árbitro como Sánchez Martínez, que no se dejó influir por su indescriptible colega y la cosa quedó en nada, por el bien del fútbol en general y del partido en particular, que pudo así seguir siendo un choque de poder a poder entre dos grandes equipos. A estas alturas, los que empiezan a merecer una medalla son los que aún defienden este invento.
Pero lo del VAR quedó en una anécdota con lo que vino después. El empate al descanso ya estaba siendo injusto con el Athletic, pero en noches como ésta, cuando los leones se empeñan en hacer honor a su sobrenombre, pocos rivales pueden aguantarles de pie los noventa minutos.
Los dos goles rojiblancos fueron un compendio de lo que estaba siendo el choque. No fueron prodigios de virtuosismo, ni consecuencia de alguna jugada elaborada en encaje de bolillos. El primero lo marcó Berenguer empujando con alguna parte de su cuerpo un balón que había repelido a duras penas Courtois, despistado por la pierna de Sancet que trataba de rematar el centro envenenado de Iñaki Williams. Dos atacantes rojiblancos al asalto en el área pequeña, ante sus asombrados defensores.
El segundo, el de la victoria, nació en la pelea de Guruzeta, que presionó con fe hasta provocar el error fatal de Valverde. Fue otro tanto de corazón, de garra, la mejor rubrica al magnífico discurso que estaba pronunciando un Athletic solidario, con toda su tropa entregada sin un solo atisbo de duda, solo interrumpido durante apenas diez minutos, los que mediaron entre el penalti detenido por Julen y el empate de Bellingham. Hasta la injusta y momentáne igualada le vino bien al guion del partido. Aportó emoción y un punto más de épica antes del final feliz.
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