La gran depresión
Sin trofeo. Enfrentado a un histórico escenario de penitencia tras perder su segunda gran final en dos semanas, al Athletic sólo le queda levantarse y aprender las lecciones de las derrotas
La historia del Athletic incluye desde ayer otro año marcado a fuego en el que los sueños de gloria del club se desvanecieron por dos ... veces en el último instante. Primero fue 1977, después 2012 y ahora este 2021 pandémico. El recuerdo de estos hitos tendrá un elemento común: la tristeza cortante de las derrotas por duplicado. Y luego cada uno tendrá su peculiaridad al ser evocado. En 1977 fue el dolor de la injusticia que impidió la merecida consagración del equipo de Koldo Aguirre. En 2012, el gran fútbol desarrollado por el equipo de Bielsa hasta llegar a las finales. Ambas circunstancias acabaron siendo dos buenos bálsamos a la hora de hacer memoria. El 2021, en cambio, será recordado por las gradas vacías de La Cartuja y por la herida incurable de la derrota ante la Real Sociedad antes de volver a caer de nuevo, por cuarta vez en doce años, esta vez con una derrota humillante, frente al Barça de Messi. Sólo el título de la Supercopa funcionará en el futuro como un leve consuelo, un pequeño clavo ardiendo de esperanza al que agarrarse.
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La decepción es hoy mayúscula, sobre todo por la pobrísima imagen del equipo. Podríamos decir que directamente proporcional a la enorme ilusión que habíamos generado entre todos de cara a estas finales. No hay un termómetro que mida la ilusión, pero si existiese es muy probable que, en el último mes y medio, ante la perspectiva de las dos finales de Copa y un posible triplete, hubiera alcanzado en Bizkaia uno de los mayores registros de su historia. Y es que esta vez había dos elementos diferenciales que subían especialmente la temperatura rojiblanca. No nos referimos a la explosión apoteósica de banderas, bufandas y mensajes de apoyo al Athletic hasta en las tapas de las alcantarillas. Esto viene ocurriendo, con mayor o menor virulencia, desde 2009. Nos referimos a la ansiedad y a la convicción.
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La ansiedad de ganar un gran título no sólo después de 37 años de espera sino también de cuatro finales perdidas. Por mucho que la afición rojiblanca, siempre tan sentimental, haya demostrado durante estos años una entereza formidable en las derrotas y su ilusión, como la de un padre con su hijo, nunca deje de renovarse, también es humana. Y sentía que esta vez necesitaba ganar. Y más tratándose de dos partidos, sobre todo el primero, en los que existía la convicción general de que las victorias eran factibles. El Athletic no llegaba como en 2009, 2012 o 2015, es decir, como víctima propiciatoria de un rival casi inaccesible. Sin embargo, eso es lo que fue ayer durante noventa minutos sangrantes.
A lo largo de 123 años, la afición del Athletic ha sufrido muchas decepciones. En los viejos tiempos, cuando al equipo le exigían como a un campeón, los hinchas se tomaban mal los chascos y se lo hacían saber por las bravas a los jugadores. En 1942, el capitán Bertol hasta enfermó del disgusto que le provocaron los pitos al autobús del equipo en El Arenal, tras perder en la prórroga (4-3) una apasionante final ante el Barça. O qué decir del famoso 8-1 en el Bernabéu en 1960, cuando la final parecía cosa hecha tras el 3-0 en la ida en San Mamés. En su regreso a Bilbao, el autobús del Athletic tuvo que hacer una parada 'técnica' en el puerto de Orduña tras ser informada la expedición de que abajo, en el pueblo, les estaban esperando con piedras y muy malas intenciones. Ahora todo es distinto; todo menos el tamaño de esta doble decepción, una de las más grandes que se recuerdan en el club.
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Al Athletic se le abre, de repente, un triste escenario de penitencia muy complejo de gestionar. No van a ser fáciles los próximos meses. La masa social ha sufrido un golpe tremendo y habrá que ver de qué modo reacciona ante una plantilla que le ha fallado de la peor manera y en el momento más duro posible. El contraste entre la grandeza de la afición y los resultados que ofrecen unos futbolistas que cobran muy por encima de su valor en el mercado lleva años siendo difícil de digerir. Pero después de estas dos derrotas, y sobre todo de cómo se han producido, el riesgo de indigestión es muy grande.
El síndrome del segundón
Otra cuestión clave en las próximas semanas será el efecto psicológico de semejante tristeza en una plantilla en la que, se quiera o no, después de seis finales perdidas, ya se ha introducido el síndrome del perdedor. O mejor dicho: del segundón, del Poulidor, del que siempre se queda en la antesala del éxito porque falla en el momento cumbre. Si ante la Real el equipo notó la presión y se desdibujó por culpa de ella, lo de ayer fue todavía peor. A partir de ahora el barómetro ya se pondrá por las nubes. Y es que no es fácil asimilar la acumulación de tantos sentimientos contrariados. Quizá sólo pueda hacerlo otra generación de jugadores.
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Ya se vio lo que supuso en 2012 el golpe de las dos finales perdidas. Cuando a ese impacto durísimo se le añadió la polémica marcha de Javi Martínez y el intento de irse de Llorente, un proyecto deportivo excepcional se vino abajo. Este verano, el Athletic no va a tener que lamentar este último tipo de inestabilidad. No tiene figuras atractivas para el mercado. Por este lado, Marcelino puede estar tranquilo. Ahora bien, el técnico asturiano puede llegar a encontrarse con un problema nuevo: el descontento de una parte importante de la afición plasmado en la inquina hacia una serie de futbolistas a quienes, después de tantos chascos, ya no les va a perdonar nada.
Es cierto que hay algo ilógico, casi insensato, en que un solo partido -noventa minutos de juego- pueda cambiarlo todo, transformar el blanco en negro. Y no sólo para los hinchas, el cuerpo técnico y los jugadores, sino para la propia directiva. Con un solo título, Elizegi hubiera pasado a la historia y disfrutaría a partir de ahora de la tranquilidad que el fútbol ofrece por inercia a los ganadores. Estas derrotas, en cambio, se convertirán con el tiempo en munición para sus detractores más acérrimos, en quienes no es difícil imaginar el 'horror vacui' que hubieran sentido de haber podido sacar Elizegi la gabarra. Pero el fútbol funciona así. Un solo partido te cambia la vida. Y al Athletic se la han complicado muchísimo.
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Marcelino lo sabe bien. Sabe, entre otras cosas, que después de lo ocurrido se va a enfrentar, probablemente, al reto más complejo de su larga carrera como técnico. Las dificultades saltan a la vista. Para empezar, no va a tener fácil que sus pupilos levanten cabeza en las ocho jornadas de Liga que restan. Si todavía tuvieran una opción de entrar en Europa podría soñarse con un esfuerzo titánico por su parte, en cierto modo una búsqueda un poco desesperada de la redención, pero sin ella, con el equipo condenado a la mitad de la tabla, esa reacción se antoja una quimera. No sería de extrañar que, con este ambiente sombrío, los jugadores agradezcan seguir jugando a puerta cerrada hasta después del verano.
Pensar en el futuro
Por otro lado, hay que tener en cuenta una segunda cuestión psicológica derivada del desastre: el impacto positivo que tuvo la llegada de Marcelino, el subidón que hizo despegar al equipo como un cohete durante un mes y medio sobresaliente, se ha desvanecido por completo. Tras estas dos derrotas, la confianza futbolista-entrenador tiene que volver a construirse desde cero. Y en ambos sentidos. Será interesante observar cómo se desarrolla este proceso. Lo decimos pensando en la próxima temporada, a la que el técnico de Careñes llegará con un conocimiento mucho más exacto de sus jugadores. Después de los días preceptivos de dura resaca, «tragando veneno» como dijo un día Marcelo Bielsa, ya es lo único en lo que se puede pensar. En el futuro. Cualquier otra opción supondría seguir fustigándonos con el látigo de lo que pudo haber sido y no fue. Y no tiene ningún sentido.
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