La familia de Benjamín Disraeli descendía de judíos venecianos

".... Y se ofrecen coronas como en los cuentos de hadas"

Benjamin Disraeli, novelista y político inglés descendiente de judíos sefardíes, fue un dandy seductor y reaccionario que escribió un brillante capítulo de la historia de los tories y encandiló a la reina Victoria

Javier Muñoz

Domingo, 31 de agosto 2014, 00:33

«¿Cómo podemos considerar nuestros tiempos como una época utilitaria? Es una época de infinito romanticismo. Se derrumban los tronos y se ofrecen coronas como en los cuentos de hadas, y los seres más poderosos del mundo, hombres y mujeres, eran, hace apenas unos años, aventureros y desterrados".

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La cita podría haber sido escrita ayer mismo, pero es de Benjamin Disraeli (1804-1881), lord Beaconsfield, líder de los conservadores británicos durante la segunda mitad del siglo XIX. Conocido por sus correligionarios como Dizzy y el Jefe, fue un político superlativo, orador de tintes dramáticos y novelista de éxito, cuyas obras más conocidas fueron 'Sybil' y 'Vivien Gray'. Su padre fue un intelectual descendiente de judíos venecianos que se alejó de su religión, pero él nunca renegó de su origen semita. Y no sólo eso, sino que presumió de que sus ancestros eran judíos expulsados de España por los Reyes Católicos en 1492.

Con esos antepasados, Disraeli fue parlamentario tory desde 1837, amén de líder de su partido, jefe de la oposición, ministro de Hacienda y dos veces jefe de Gobierno; brevemente en 1868 y más tarde entre 1874 y 1880. Sumó cuarenta y tres años de carrera política que abarcan buena parte de era victoriana y que arrancan con el movimiento de la Joven Inglaterra, una facción que él lideró y que representaba el conservadurismo romántico. En su juventud fue un tipo extravagante; un dandy enamorado de la literatura, de la historia... y de algunas mujeres casadas. Un bohemio que vestía pantalones de terciopelo verde y chalecos amarillos, lucía encajes en las mangas y se dejaba caer un rizo desmañado sobre la frente (pero no era Byron). "Una nación es una obra de arte y de tiempo", escribía, mezclando la política con la literatura, como si grabara citas sobre el mármol.

Desde su mocedad, Disraeli fue un tradicionalista con posturas explícitamente reaccionarias. Se identificó con la nobleza propietaria de la tierra, en la que creía ver las auténticas virtudes inglesas, la constitución no escrita y la religión. Buscaba una conexión entre la aristocracia y el pueblo sencillo, ya que los liberales (whigs) le parecían el brazo político de la nueva oligarquía industrial y comercial, una clase que explotaba cruel y eficientemente a los trabajadores y de la que se sentía alejado intelectualmente.

En política económica, Disraeli defendió inicialmente el proteccionismo de los terratenientes agrícolas, y su trigo británico, frente a la libertad de comercio que reclaman los industriales (aunque los tories tuvieron que asumir la segunda opción). No creía en la filosofía utilitarista ni tampoco en la economía como disciplina académica. En general, el materalismo le repelía. La teoría de Darwin sobre el origen de las especies le suscitaba un olímpico desprecio, y en general se sentía más atraído por el inmovilismo de la Iglesia de Roma, por citar un ejemplo, que por los avances científicos o cualquier teoría ética o estética. "Todas las religiones de lo bello acaban en orgías", decía.

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A un decano universitario que abogaba por la libre interpretación de las Sagradas Escrituras le recordó:

-Sin dogmas no hay decano, señor decano.

El tradicionalismo de Disraeli, que fue doctor honoris causa por Oxford y rector de la Universidad de Glasgow, se incubó en sus sueños y lecturas. De joven intentó editar un periódico con la ayuda del escritor Walter Scott, pero la experiencia fue un fracaso. No sólo le granjeó el rechazo de personas influyentes, sino que lo convirtió en un deudor impenitente perseguido por los acreedores. Sus atuendos y sus historias sentimentales no hiceron sino empeorar su reputación.

«La mujer perfecta»

Dizzy tuvo éxito con las mujeres en general, pero el amor y la lealtad se los dedicó a dos viudas. En 1839 se casó con una, Mary- Ann Evans, bastante mayor que él y razonablemente acaudalada. "La mujer perfecta", la bautizó. No le dio hijos, pero le procuró una existencia holgada, aunque nunca exenta de deudas, ya que Disraeli era un manirroto cuya mente orbitaba en torno a las novelas y a la política.

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Su forma de pensar lo convirtió en el favorito de otra viuda británica, la reina Victoria, que fue entronizada el mismo año en que a Dizzy lo eligieron parlamentario por primera vez (1837). Victoria estuvo locamente enamorada de su marido, el regente Alberto, un noble alemán detestado por el pueblo británico, pero cuando el consorte falleció, Disraeli se ganó a la viuda con una hermosa carta de condolencia. La sedujo a base de darle siempre la razón y de hacer comentarios que arrancaban en ella fugaces e insólitos destellos de gracia. Y a veces también a base de olvidar, según admitió el político.

Victoria le cogió tanto afecto a Disraeli que, cuando se enteró de que le gustaba el mes de mayo, le mandó un ramo de 'primaveras' todas las semanas. El primero de ellos llegó de palacio con la tarjeta de una hija de la reina que decía: "Mamá me encarga que le envíe estas flores". Fue la abnegada Mary-Ann la que respondió a Victoria en nombre de su marido: «He cumplido el grato deber de obedecer la orden de Su Majestad -escribió-. El señor Disraeli ama las flores con pasión, y la magnificencia y el perfume de estas se han visto realzados por la mano condescendiente que ha extendido sobre él todos los tesoros de la primavera».

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Disraeli coqueteó con Victoria, a la que agasajaba con flores -prímulas que simbolizan la amistad- y con notas románticas. Pero encontró en Mary-Ann a su mayor admiradora, a la mujer que lo cuidó y siempre creyó en él, que pagó facturas y lo animó en los momentos difíciles. "La gente lo encuentra feo, pero no lo es; es hermoso. Quisiera que lo viesen cuando duerme", decía la fiel esposa. Aquella pareja tan curiosa caminó simpre unida hacia un destino que Disraelí denominó "la cima de la resbaladiza cucaña", una alusión a su tortuosa trayectoria política, que se había iniciado ocho años antes de que contrajera nupcias. Ocurrió durante un viaje a Tierra Santa en 1831, cuando Disraelí se persuadió de que estaba llamado a grandes empresas.

Por desgracia, sus comienzos en política fueron algo más que decepcionantes. Empezó perdiendo dos elecciones a la Cámara de los Comunes y cuando por fin consiguió un escaño, en 1837, los parlamentarios se burlaron de él el primer día sin miramientos. "¡Al grano!," le gritaban los miembros del partido irlandés de Daniel O'Connell. Aquel día, Disraeli apenas pudo hilar una frase a causa de los pateos, silbidos y risotadas que proferían sus señorías, que imitaban sonidos de animales. De forma sorprendente, la estoica reacción del novato, ataviado con un traje verde botella, un chaleco blanco y una cadena de oro, y con su inseparable rizo en la frente, le granjeó el respeto de los políticos veteranos y menos vocingleros. "Y ahora voy a sentarme. ¡Pero un día llegará en que ustedes me escuchen!", avisó Disraeli, que todavía era un dandy, pero un dandy ambicioso y herido en su orgullo.

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En aquella época, uno de los problemas de Disraeli era que tenía enemigos en sus propias filas. Estaba enfrentado al líder conservador Robert Peel, y muchos correligionarios de ese partido consideraban que las maniobras que él había orquestado contra ese viejo político, unidas a sus extravagancias y a sus trajes chillones, no eran propias de un gentleman. Por esa razón la estrella de Dizzy tardó en brillar. Su biografía estuvo siempre marcada por los altibajos y las grandes decepciones, como cuando Peel se olvidó de él al formar un Gobierno conservador en 1841. Sin embargo, acabaría reemplazándole como líder de los tories, si bien no alcanzó la jefatura del Gobierno hasta cumplir 64 años.

Cortando árboles

Fuera de su partido, Disraeli tuvo otro gran adversario: el jefe liberal Gladstone, un hombre vehemente e idealista que tenía la costumbre de talar árboles en el bosque (tilos, en concreto) para serenarse. Los dos estadistas se alternaron en el gobierno y en la oposición durante un buen trecho de la era victoriana. Se llevaban muy mal; o mejor, era Gladstone, originario de Liverpool quien no soportaba a Disraeli, un londinense a quien consideró el diablo con cuernos y rabo hasta que este último jubiló. Calificó ese acontecimiento como un triunfo de la civilización.

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Los choques parlamentarios entre ambos alcanzaron una tensión inusitada, casi cinematográfica. En uno de ellos, Gladstone cubrió a su rival de tantos improperios y cerró su intervención con un puñetazo tan fuerte en el estrado que las hojas saltaron por los aires mientras volvía a su asiento.

Cuando le tocó el turno a Dizzy, la Cámara de los Comunes contuvo la respiración.

-El muy honorable gentleman -comenzó el político tory, aparentemente abrumado- ha hablado con mucha pasión, mucha elocuencia y ¡ejem! violencia.

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Luego vino un largo silencio.

-Pero el daño puede ser reparado, continuó el orador.

A continuación, Disraelí recogió los enseres tirados por el suelo. Los colocó sobre el estrado y se fue a su escaño.

Disraeli robó a los liberales muchos éxitos políticos. Abandonó el proteccionismo que defendía el movimiento de la Joven Inglaterra y amplió el derecho de sufragio (tarde o temprano habría que aprobar esa reforma, así que la reina Victoria pensó que era mejor que lo hicieran los conservadores). En los asuntos exteriores, Gladstone y Disraeli eran como el agua y el aceite. El primero abogaba por el diálogo con las potencias europeas y lo hizo hasta el punto de que la revista satírica 'Punch' bromeó sobre su pacifismo, asegurando que si el emperador de China reclamara Escocia, Gladstone convocaría una comisión para resolver el conflicto.

Disraeli, por el contrario, hoy sería tildado de agresivo. Actuó con firmeza frente a los rusos y su deseo de buscar una salida al Mediterráneo para su Armada, una estrategia que ponía en peligro la ruta británica a la India a través del canal de Suez. A fin de asegurar esa vía vital aprobó comprar de las acciones que el pachá de Egipto tenía en la sociedad del canal. Dio el visto bueno a guerras contra los zulués en Suráfrica y contra los afganos, y aceptó que la reina Victoria recibiera el título de emperatriz de la India, pese a que políticamente no le parecía conveniente (ella le concedió el título de lord Beaconsfield siendo primer ministro). Por desgracia no pudo cumplir el sueño de crear un Parlamento imperial en Londres.

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El enfrentamiento visceral entre Gladstone (cortador de troncos) y Disraeli (amante de los libros) se trasladó a la sociedad. Las mujeres, que en aquella época no votaban, estaban por regla general del lado del líder conservador. Tanto era así que a unas bailarinas les preguntaron a quién de los dos políticos preferían por marido y todas excepto una eligieron a Dizzy.

Y la discrepante se apresuró a aclarar: "Esperad , quisiera casarme con Gladstone para hacerme robar por Disraeli y ver la cara de Gladstone poco después".

Los dos estadistas sólo se dieron una tregua en diciembre de 1872, cuando falleció Mary-Ann, la abnegada esposa de Disraeli. Gladstone envió a su adversario una carta entrañable. "Creo recordar que nos casamos el mismo año -relató-. Nos ha sido permitido a los dos el gozar durante un cuarto de siglo de la dicha sin tasa. Yo, que no he sufrido aún el golpe que le hiere, puedo comprender lo que ha debido ser, lo que es..."

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Las cartas

Disraeli sufrió lo indecible con la pérdida de Mary-Ann. Cuando agonizaba en el hospital, con un cáncer de estómago en fase terminal, se volcó en ella.

Los dos se comunicaban por carta.

"Dizzy a la señora de Dizzy:

No tengo nada que decirle si no es que la amo, lo cual temo que le parezca un poco soso".

La esposa respondía:

"La señora de Dizzy a Dizzy:

My own dearest, le echo a usted muchísimo de menos; le estoy tan agradecida por su ternura y bondad".

Cuando Mary-Ann expiró, Disraeli descubrió que había perdido un hogar. Se mudó a un hotel y reanudó su actividad política hasta lograr la jefatura de Gobierno dos años después. A los pocos meses de quedarse viudo comenzó a intimar con lady Chesterfield y lady Bradford, dos hermanas de la alta sociedad londinense. De la primera, viuda y que tenía setenta años, le gustaba la conversación y su ternura; y de la segunda, que tenía 55 y estaba casada, su alegría y belleza. Dizzy pidió en matrimonio a lady Chesterfield, pero esta rehusó, no sólo por motivos de edad, sino porque sabía que a Disraeli quien realmente le atraía era lady Bradford, que tuvo que pedir al pretendiente que enfriara el tono de sus cartas.

De todos modos, el galante estadista nunca olvidó a su llorada Mary-Ann. En una carta que ella había dejado escrita cuando su muerte estaba próxima, y que Disraeli encontró después, le aconsejaba que buscara compañía. Sólo pedía una cosa: que los enterraran a los dos juntos.

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Y así ocurrió. Al morir Disraeli en 1881, la desolada reina Victoria desistió de su deseo de inhumarlo en la abadía de Westminster. El panteón de Benjamin y Mary Ann está en Hughenden Manor, la mansión en la que ellos residieron.

Victoria erigió allí un monumento dedicado a Dizzy con la frase: "Los reyes aman al que habla con acierto" (Salmo VI 13). Antes había enviado una corona para el funeral en cuya cinta se podía leer: 'Sus flores favoritas'.

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