Vergüenza, ascesis, golf y pandemia

Se non e vero... ·

Domingo, 14 de febrero 2021, 03:33

Ignoro el motivo, pero siempre que escucho aquel viejo chiste vuelve a dibujarse una sonrisa franca en mi rostro. Me pasa en contadas ocasiones, porque ... normalmente un chiste manido acaba, como el amor, por perder la chispa de las primeras veces. Pero guardo una especial predilección por éste al que me refiero, pese a haberlo oído decenas de veces. Así, en cada ocasión que lo escucho, vuelve a causarme la misma sensación agridulce, además de una infinita ternura para con la protagonista. Permítanme ponerles al día.

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Cuenta el sucedido que una vecina del bloque se acerca a Lupe y con cara compungida le susurra al oído unas palabras de advertencia que ella, con la cabeza en otras cosas, no acierta a escuchar a la primera y que Rosario le repite con determinación acercándose a ella un par de pasos más.

-Perdona, Lupe. Pero creía mi obligación decírtelo porque en el portal no se habla de otra cosa. Tu marido te la pega con la del tercero izquierda, la mujer del de la mercería. Y también con la del quinto derecha, la del frutero.

Lupe, con cara de sorpresa y con gesto instintivo, cubre su cara con ambas manos mientras exclama para sí, completamente abrumada:

-¡Qué vergüenza! Con lo mal que folla el pobre. Se va a enterar toda la comunidad.

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No me pregunten por qué pero yo siempre me puse en el pellejo de Guadalupe, esa sufrida esposa que, curada de espanto tras decenas de años de matrimonio, siente una vergüenza terrible porque las vecinas se enteren de lo torpón y negado que es su Mariano en el desempeño de las artes amatorias. De suerte que no sufre tanto por la infidelidad que apenas le ocupa un pensamiento, como por la sensación de compartir sus vergüenzas hasta ahora privadas con todos los vecinos de la escalera.

Sentí aquella misma sensación cuando leí que uno de los miembros del Consejo de Jonan Fernández, el llamado LABI -ese órgano de nombre castellano y acrónimo vasco, que dicta la ley y las normas draconianas del confinamiento una semana tras otra, que se reúne de forma periódica, que cierra y abre bares y restaurantes y que redacta las normas que rigen la convivencia pandémica en el País Vasco-, había sido cesado porque le habían pillado saltándose las reglas que él mismo había redactado y sostenido jurídicamente como responsable legal del tinglado.

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Imposible atajar el escándalo, claro está. Imaginen a más de la mitad de los socios del flamante club de golf vizcaíno esperando impacientes en sus casas a que bajen los contagios de la cifra fatídica de 500 por cien mil para jugar unos hoyos, cuando llega a sus oídos que tan insigne socio como el que nos ocupa se ha dado un garbeo por las instalaciones, pasándose el confinamiento por salva sea la parte. Y me digo que hace falta ser tonto'l haba, o tonto'LABI en este caso, para propinarse semejante tiro en el pie con los tiempos que corren.

Al final, ayuno de cualquier otra justificación que explique estos comportamientos, voy a acabar dando la razón a los psiquiatras que nos advierten del impacto emocional de este secuestro colectivo que nos hemos autoimpuesto. Porque si no es por causa de un delirium tremens sobrevenido, no se comprenden muchas de las actitudes que nos sonrojan entre gentes a las que hasta ayer creíamos y sabíamos ejemplares.

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Y me digo que si París bien vale una misa, qué no haría este hombre en su estado emocional por un birdie; por el simple placer de abandonar su casa y las paredes de su despacho gubernamental para dirigirse al campo de golf y llenarse los pulmones de aire fresco; por poder respirar con deleite ese olor a hierba recién cortada tan refrescante; por hacerse un deshabillé de mascarilla en el tee del hoyo 1; por extraer el driver Taylormade y golpear la bola, después de un par de swings de prueba, llevándola al centro de la calle.

Dirán ustedes que mis neuronas recorren vericuetos mentales inextricables y a buen seguro tendrán razón. Pero fue leer el sucedido, los detalles sórdidos del escándalo, e imaginar la cara de su mujer, como la del chiste, exclamando con sus manos ocultando el rostro:

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-¡Qué vergüenza! ¡Con lo mal que juega!

En mi modesta opinión de aficionado a las series de tribunales, deberían aplicarle una eximente a esta gente que, sin haber roto un plato en su vida, se ve abducida por inverosímiles emociones personales y empujada a perpetrar pequeños actos hasta ahora inimaginables, por causa de la presión psicológica a que se ven sometidos en tiempos de tanta tribulación como los actuales.

Yo mismo no acierto a imaginarme encerrado un sinfín de horas semanales con Jonan F., con todos los respetos hacia su persona dicho sea de paso, redactando durante un año confinamientos y cierres perimetrales a tutiplén. Creo que en cualquier juicio, esta presión neuro-ambiental sería admitida por sí misma como atenuante de cualquier acción desarreglada de que fuera causa.

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Imaginar las reuniones del LABI trajo a mi memoria un segundo chiste que cruzó por mi mollera de modo súbito. El cuento relata el devenir de un joven que, sintiéndose impelido por una fuerza sobrenatural, ingresa temporalmente en un monasterio con el afán de poner a prueba sus virtudes cardinales, a saber, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Las normas del ingreso son claras y contundentes. 'No pain, no gain'. No dejan lugar a dudas: Tres años de estancia mínima. Absoluta reclusión y voto de silencio. Permiso específico de no articular más de dos palabras cada año, y exclusivamente a instancias del padre prior. Sólo respondes si se te pregunta.

Tras un año de reclusión, el líder del convento cita al huésped novel en su despacho y con un gesto interrogativo de sus hombros le invita a pronunciar sus dos palabras anuales. El postulante responde cariacontecido:

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-Cama dura.

Tras su segundo año de reclusión y de introspección, e interrogado nuevamente por el prior en su segunda cita, el fraile neófito vuelve a utilizar las dos palabras que se le otorgan:

-Mala comida.

Al tercer año, a punto de finalizar el periodo de prueba, nuestro sufrido monje en ciernes responde escueto al tercer gesto interrogativo de su líder espiritual:

-Me… voy.

A lo que el prior, cabeceando de izquierda a derecha y con el rostro encendido, exclama furibundo:

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-No me esperaba otra cosa. Desde que llegaste no has hecho más que quejarte.

La despedida del infractor del LABI no debió de ser muy diferente del final del cuento del monasterio. Y al igual que allí el prior sentenciaba al postulante con severidad pese a sus escuetas críticas, el jefe Jonan F. -émulo del padre jesuita del cuento- sentenciaría con igual rigor al recién cesado:

-No me esperaba otra cosa de un golfista.

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