Hubo un tiempo en que aquí se ponían porrones bien frescos de cerveza con una gota de gaseosa y el vino, recio, de la tierra ... y siempre de año, se servía en vasos de Duralex que, de tan fregados y refregados, habían perdido su brillo. Hace más de 40 años que el bar del Felipe, esa tasca con ultramarinos en la que la familia Muniain lo mismo te servía un carajillo que te vendía una madeja de torzal, cerró. Y dejó al pueblo sin bar y después, años más tarde, sin apenas vida. Porque aquí, en Egileta, pero también en Navarrete, en Untzaga y en tantísimos otros pueblicos y concejitos alaveses saben perfectamente que perder el bar supone darle la extremaunción al resto del pueblo. Que muera es cuestión de tiempo.
Publicidad
Un estudio de la consultora Nielsen previo a la pandemia estimaba que la España rural pierde 2.000 bares cada año. En el caso de los pueblos alaveses más pequeños, el inexorable cierre de sus tascas se viene produciendo desde hace décadas. Y, a falta de bar, la Álava rural lleva años tejiendo una tupida red de centros sociales, autogestionados, a caballo entre el oficioso salón de plenos, la sociedad gastronómica, la consulta del psicólogo y el confesionario, donde se echan tragos, se juega a la partida y también se sacia la soledad y el aislamiento. A lo largo de este año y pico de pandemia estos locales han permanecido cerrados a cal y canto. Incluso cuando la hostelería abría de forma intermitente. El LABI les ha aplicado las mismas restricciones de sal gruesa que a las lonjas juveniles y las sociedades gastronómicas de todo el País Vasco.
«Pero es que esto no tiene nada que ver con un txoko de los de los guipuzcoanos, donde hay no sé cuántos socios y ni se conocen. Aquí venimos los del pueblo y ya está», protesta José Luis Ruiz de Azúa, agricultor jubilado de Egileta, mientras muestra con orgullo el flamante espacio, con la cafetera reluciente, las sillas, sobre la mesa, en cuyas patas algunas ya se empiezan a tejer telas de araña, que la imagen del desuso ya no puede ser más evidente. «Es que da muchísima rabia tener esto parado», musita el hombre, convencido de que «tener el centro social abierto es muy, muy necesario». La percepción del bueno de José Luis está refutada con datos. Egileta tiene 109 habitantes censados, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística. Y el centro social cuenta con más de 50 socios. Medio pueblo. Cualquier hostelero firmaría por tener semejante cuota de mercado.
Gran arraigo
Los centros sociales tienen un enorme arraigo en la Álava más rural. Funcionan gracias a la buena voluntad de sus vecinos, de su confianza mutua. El que se sirve el blanco, echa la moneda al bote. Lo mismo para el café o para la copita de Soberano que ahora sabe ya tan lejana. A los de Arangiz, a los de Faido, a los de Andoin no les cuadra que, a estas alturas, uno se pueda tomar un café en cualquier bar de la calle Dato, un pote en la Cuchillería y ellos no se puedan juntar, con todas las medidas, para tomar un vino en una terraza a la puerta de su centro social. «No se puede y no se puede. Como con tantas otras cosas, aquí nos sentimos discriminados. Es lo que pasa cuando las normas se hacen desde las ciudades», evidencia Resu Montoya, enOreitia, donde había costumbre de preparar un vermú tras jugar en la bolera. «El centro da mucha vida», suspira.
Publicidad
«Los políticos no entienden que estos centros no tienen nada que ver con un txoko»
EN EL MISMO SACO
«El problema es que las normas se hacen desde la ciudad. A los pueblos nos discriminan»
AGRAVIO
Muy cerca, en Arbulo, tienen un garito que es la envidia de media provincia. Es algo así como el Palace de los centros sociales alaveses. Lo ampliaron hace una década y se ha convertido en el pegamento social de un concejo en el que, como en tantos otros de La Llanada, los vecinos han dejado de conocerse. Convertido en pueblo dormitorio, los nuevos vecinos que llegan, levantan chalé con su valla y sus setos bien altos, como parapeto para no contagiarse de la vida rural. «Aquí, en los últimos tiempos, vive gente que no hemos visto nunca», reconoce Jokin Alonso. Por eso era tan importante el centro, que no se ha utilizado en todo este tiempo. «Hemos tenido que tirar toda la bebida porque se ha caducado», destaca Alonso, que ejercía las veces de bodeguero del local.
Algunos pueblos, cansados de no poder reunirse ni para un triste café, ni para echar la partida a mediodía mientras las terrazas y los bares se llenaban, han tratado de burlar durante estos meses la normativa subiendo la persiana de forma furtiva, un poco como en aquellos garitos que funcionaban en clandestinidad durante la Ley Seca. La Ertzaintza, los miñones, han estado al acecho, claro. En Untzaga el asunto ha llegado a enfrentar a medio pueblo. «Abríamos para tomar un cerveza y, al rato, tenías aquí a la policía. Hay vecinos con mala baba y lo peor es que esto nos ha enfrentado a los del pueblo. Esto es un sinsentido», se queja un vecino del pequeño concejito de Urkabustaiz. Ellos siguen huérfanos de vino, café y partida.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión