Al pilón
Se non e vero... ·
Yo creía que un Ayuntamiento venía a ser como una comunidad de vecinos, donde todos deben convivir a pesar de sus diferencias. Y donde el respeto debe primar sobre cualquier otra consideraciónHacía años que no desayunaba unas porras con chocolate por eso del colesterol y de cuidar la línea hasta que, rompiendo el protocolo, me pertreché de unas porras y de un chocolate en la degustación que hay debajo de mi casa aprovechando que mi mujer se había ido al monte con las amigas. Ufano de mí, en la más estricta intimidad y ajeno a miradas delatoras, me dispuse a iniciar aquel ritual orgiástico-gastronómico sin que nada ni nadie viniera a interrumpir ese momento de placer del que no disfrutaba hacía ya unos cuantos años.
Publicidad
Encendí el 'arradio' para compartir aquel santiamén con gentes que no podían verme ni oírme, pero sí prestarme su compañía a través del éter por quitarle el tinte onanista a aquel placer solitario. Calenté un poquito más el chocolate hasta que comenzó a humear y lo derramé en una taza de borde redondeado y de color blanco con una greca azul que mantuve con agua caliente hasta entonces para templar la loza.
Desenfundé una de las porras del papel de estraza que envolvía el tesoro, la introduje en la taza hasta que tocó el fondo y así, barnizada de aquel marrón tan sugerente, me la introduje en la boca, la separé de su otra mitad con un mordisco quirúrgico, y comencé a masticarla despacio como haría el mismísimo Aníbal Lecter con los sesos del oficial del censo que fue a hacerle una encuesta a casa.
En aquel preciso instante tan cercano al delirio, justo cuando facturaba el primer envío en dirección al estómago, una tertulia de concejales del Ayuntamiento de mi ciudad que en aquel momento se radiaba estuvo en un tris de acabar con mi desayuno y de certificar el punto final de mi vida por el mismo precio.
Ignoro quién peroraba en ese momento, pero oyendo el batiburrillo de comentarios se me escapó un suspiró a la vez que tragaba. La exhalación hizo que la porra tomara la particular decisión de confundir el camino y optar por el conducto respiratorio en vez de por el tracto digestivo. El resultado, para qué les voy a contar los detalles. Hoy es el día en que todavía quedan restos de chocolate y migas por el techo de la cocina de los esfuerzos que tuve que realizar para mandar la porra a la porra, entre lagrimones como puños y gritos guturales de quien se asfixia sin poder siquiera despedirse de sus deudos ni pronunciar un epitafio: «La cagaste Bur Lancaster».
Publicidad
Creo que el 'debater' radiofónico de marras discurría sobre la movilidad, el bus eléctrico y la bicicleta. Y los intervinientes zaherían al Gobierno con una artillería dialéctica que me hizo pensar que se encontraban en un campo de batalla afgano. Luego reparé que en Kabul no hablan español y caí en la cuenta de que efectivamente estaban en Vitoria.
En aquel estudio de radio, como si fuera la serie de 'Aquí no hay quien viva', se lanzaban acusaciones como bombas de fragmentación, como si cada docta opinión fuera incompatible entre Gobierno y oposición. Bombas dialécticas, granadas metafóricas, advertencias de detonaciones nucleares en forma de mociones.
Publicidad
Así que a nada que prestases un poco de atención te sobrevenía un estrés postraumático como si hubieras ido con la BRIPAC a Irak en misión de combate. Hablaban de que se habían roto los acuerdos con una ensalada de verbos que más respondían a una batalla encarnizada que al devenir de una ciudad tranquila como la nuestra. Que si se habían dinamitado los consensos, socavado la confianza, roto el diálogo. Hablaban de que el BEI era una salvajada, que se talaban árboles, se mutilaba el aparcamiento, se amputaba el consenso, y se imponía el modelo desde el Gobierno Vasco.
Y lo peor de todo es que se interpelaban como si cada uno de ellos estuviera en posesión de la verdad absoluta y ésta fuera incompatible con la del adversario. Yo creía que un Ayuntamiento venía a ser como una comunidad de vecinos, donde todos deben convivir a pesar de sus diferencias. Y donde el respeto debe primar sobre cualquier otra consideración, por una exigencia de ejemplaridad. Porque si los ciudadanos imitaran a sus representantes en sus formas guerracivilistas, viviríamos sin duda en el conflicto permanente.
Publicidad
Con afán de aportar, pero animado también por un ánimo vengativo por causa del 'porrus interruptus', para qué ocultarlo, me dio por pensar en el modo de zanjar aquel tono belicoso de los discursos e intervenciones en debates y tertulias municipales. Y en hacerlo de una vez y para siempre. Y acudí a los clásicos, como indica todo interés por el buen y recto proceder. Así, me encontré de sopetón con la roca Tarpeya.
No sé si conocen el papel de la roca Tarpeya en la historia romana pero es de una pedagogía abrumadora. Según la leyenda, los cónsules triunfadores en el imperio romano eran recibidos con laureles en la colina Capitolina. Al mismo tiempo les mostraban la roca Tarpeya, un peñasco con una caída considerable, con la advertencia de que entre esos dos lugares - el triunfo o la caída en desgracia- no había más que un paso. Subir al Capitolio era una cuestión muy trabajosa, el ascenso social y político. Pero la salida podía resultar supersónica si te despeñaban por la roca Tarpeya. «A gran salto, gran quebranto», decían.
Publicidad
Lejos de mi ánimo sugerir que a los probos ediles habría que tirarlos por la ventana si su mal comportamiento así lo requiriera. Pero algo más venial nos vendría al pelo. Recordé que hace años, si aparecías en fiestas por algún pueblo de la Montaña Alavesa de cuyo nombre no quiero acordarme y te venías arriba o ibas con la barbilla un poco alta te ponían en tu sitio por el artículo treinta y tres. De forma sorpresiva y cuando menos te lo esperabas te daban un abrazo entre tres o cuatro mozos del pueblo, te aupaban en volandas y te tiraban al pilón de la plaza. Para cuando querías darte cuenta estabas chorreando, empapado y helado de frío a un tiempo, sin saber a ciencia cierta ni qué, ni cómo, ni cuándo, ni por qué. Claro que estas cosas sucedían siempre con nocturnidad y alevosía, cuando la noche y los gintonics garantizaban el anonimato de la autoría y la connivencia de un entorno ciego y mudo.
Y me dije que antes de experimentar con alguna novedad, podíamos empezar a testar este histórico procedimiento de la inmersión para hacer recapacitar a nuestros ediles. Y que tras la toma de posesión y la entrega de los atributos del cargo, se les asomara por la balconada de la Casa Consistorial para enseñarles un pilón instalado allí en medio de la Plaza de España a los efectos de arrojar a sus aguas a quien no respete maneras y modos, exigibles en una institución que si no es capaz de respetarse a sí misma, jamás podrá aspirar a gozar del respeto de los ciudadanos a quienes se honra en representar.
Noticia Patrocinada
Y apagué la radio y tiré las porras restantes y el chocolate a la basura con un despecho morrocotudo. Pasé el resto de la mañana dándole al paño para no dejar pistas sobre aquel fallido intento de emporrarme, a sabiendas de que sería descubierto de forma irremisible. Ya ven ustedes, además de cornudo, apaleado.
Accede todo un mes por solo 0,99€
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión