'El triunfo de la Muerte', de Pieter Brueghel 'el Viejo'. museo del prado

La peste negra en Rioja Alavesa

Jueves, 7 de enero 2021, 00:39

Pandemias. Pestes. Palabras endiabladas, malditas. Tan viejas como el propio hombre. Desde los albores del tiempo la Humanidad ha sido sacudida sin piedad por ... enfermedades infecciosas que han llevado a los hombres al valle de Josafat. Cruzaron mares, continentes, ríos y montañas. Afectaban igual a pobres y ricos. No se detuvieron ante reyes. Más o menos como ahora.

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La peste fue la más devastadora de la historia, la variedad bubónica, la más común, aunque también existió la septicémica, que se manifestaba con manchas negruzcas en la piel, por lo que se le llamó peste negra o también muerte negra. En sus siglos de existencia, los historiadores cifran su mortandad en una amplia horquilla entre 100 y 200 millones de personas que perecieron por el virus en diferentes oleadas. Conviene subrayar que se carecía de un registro fiable sobre población.

La correa transmisora de la pandemia eran las pulgas de las ratas. Llegó a Europa desde Asia en el siglo XIV a través de los comerciantes y los barcos que traían sedas, linos y especias de Oriente. En las arrugas de los harapos de las gentes anidaba preferentemente el virus. Se manifestaba en unas inflamaciones de los ganglios (bubones negros), en las axilas, inglés y cuello. A los pocos días morían dejados de la mano de Dios. La Santa Madre Iglesia proclamaba desde sus púlpitos que todo ello era un castigo divino. Hubo muchos que anunciaron que el fin del mundo había llegado.

En Laguardia, concretamente en la sacristía de la iglesia de San Juan Bautista, se custodiaba un libro voluminoso -hoy está en posesión del Archivo Diocesano de Álava- que contiene las partidas de bautismo, matrimonio y defunción, desde el año 1553 a 1676. En aquel entonces se sufría otro rebrote de la enfermedad. Hay que agradecerle a don Justo Sáenz de San Pedro, por más señas Inquisidor y Vicario Arcipreste de la villa, quien arregló y puso al día el extenso tomo. La verdad es que los curas realizaron una labor impagable. Si no es por ellos, todo se lo hubieran llevado para siempre los vientos del ayer.

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Hay una anotación en dicho libro, folio 338 y del año 1564, que dice textualmente: «En este año murieron en Laguardia 700 personas por pestilencias y enfermedades contagiosas y fue muy despoblada, huyendo todas las gentes en desbandada, sin que quedara ermita, corral de ovejas ni casilla de granjería, en todos los términos de su jurisdicción, sin habitador alguno». La pobre gente huyó como alma que lleva el diablo. Esta emigración, provocada por el pánico, extendía más la plaga.

Con el fin de contener la peste se oficiaron constantes misas y procesiones. El lúgubre sonido de las campanas a muerto era incesante. Se sacaban imágenes, estandartes y pendones, que eran portados por las correspondientes cofradías y tanto por delante como al cierre del cortejo iban gentes con los pies descalzos, azotándose y arrastrando unas gruesas cadenas. Intimidaban el alma.

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Se puede asegurar que el pánico era el pan nuestro de cada día. Se vivía en unas condiciones infrahumanas. Ni agua corriente. Ni luz. Ni un remedio con que paliar aquella peste que, nadie sabía ni cómo ni porqué, había surgido. Hubo quienes acudieron a la brujería jugándose el pellejo ya que el inquisidor de turno estaba ojo avizor. Un caos de vida.

Por aquel entonces, toda Rioja Alavesa estaba sembrada de ermitas y santuarios. Desde el Ebro hasta las faldas de la Sierra de Cantabria, eran innumerables las capillas donde se veneraba a santos y santas. La fe de Cristo y su símbolo más emblemático: la cruz, lo impregnaba todo. En los cruces de caminos y a la entrada de las aldeas se alzaban altivos los crucifijos protectores. Las calles y callejas eran bautizadas la mayoría de ellas con nombres de los bienaventurados.

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En el libro, una auténtica alhaja, se afirma en el folio 389, correspondiente a la nómina de fallecidos: «Fueron asolados por la peste los ermitaños de San Cristóbal (una gruta muy cercana a Peña Parda y debajo de Recilla), Fray Miguel y el hermano Juan». Elvillar «prácticamente quedó desierto» y en el pequeño pago de Berberana «solamente sobrevivió una familia que salió a todo meter».

Según las partidas de defunción, en Laguardia fallecieron 700 personas en 1564

Hay transcrito un párrafo que tiene unos tintes jocosos por su narrativa. «Los pueblos de La Aldea y La Población (donde se erige desafiante el peñón del León Dormido) quedaron sin gente alguna y una cuadrilla de gitanos fueron a saquearlos, pero los moradores de Cabredo y Marañón subieron a defender con uñas y dientes esas posesiones que habían sido abandonadas».

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En Logroño, que siempre ha tenido una estrecha vinculación con Rioja Alavesa, y donde transcurría un camino real que servía de tránsito entre los Reinos de Navarra y Castilla, «murieron 5.000 personas y en Zaragoza, 15.000». Unas cifras aterradoras que incidieron en que los labradores tuvieran enormes dificultades a la hora de «contratar braceros».

En el prólogo del tomo no podía faltar el sello eclesiástico: «Todos los 700 que murieron en Laguardia fueron enterrados bajo las tarimas de las iglesias de Santa María y San Juan Bautista o en los aledaños. No hace mucho, al realizar algún tipo de excavación para obras, aparecieron los esqueletos de aquellos que fueron hermanos de muerte.

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