Pasada ya la Semana Santa, y superado nuevamente el duelo por la muerte y resurrección del hijo de Dios, afrontamos una inédita campaña de procesiones que se celebran ajenas al ritual protocolario. Porque en esta ocasión no vemos pasos, capirotes, faroles ni costalero alguno. Y nadie canta saetas ni aplaude desde la ventana al paso de vírgenes sufrientes.
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Muy al contrario, las nuevas procesiones desfilan con aire tenebroso mientras se encaminan en silencio hacia los 'vacunódromos' habilitados en nuestras ciudades para recibir el bálsamo milagroso que nos libere finalmente, a modo de agua bendecida, de los males de la pandemia del siglo XXI.
Desconocemos si tendremos que vacunarnos de forma recurrente como ocurría hasta ahora con la epidemia de la gripe. Tampoco sabemos qué anticuerpos nos tocarán en suerte, si chinos, rusos, anglosuecos o norteamericanos y si serán o no ajenos a trombos y contraindicaciones. Ni alcanzamos a imaginar si podremos viajar este próximo verano o tendremos que regresar de nuevo al reducto de terrazas, balcones y ventanas de nuestras viviendas, convertidas en cuevas prehistóricas para mantener al clan al abrigo de los peligros. Ante las dudas, más nos vale ser optimistas, porque esta nueva anormalidad está resultando una auténtica piedra de Sísifo.
He de confesar que nunca pensé que echaría tanto de menos lo cotidiano. Añoro la cena habitual del txoko con los amigos, a los que no veo hace tanto, en la que nos dedicábamos con ahínco a arreglar los males del mundo entre plato y plato; echo de menos aquellas partidas de mus con el 'Gumi' de pareja; anhelo la lectura del periódico en el bar, vedada por decreto en estos tiempos virales, por si el anterior usuario se hubiera chupado los dedos al pasar las páginas sin utilizar el gel hidroalcohólico, conforme mandan los cánones.
Son todas esas pequeñas cosas a las que cantaba Serrat y que sumadas construyen la arquitectura de nuestra realidad, haciendo más soportable nuestras vidas. Cosas a las que antes no daba la importancia que realmente tenían y que hoy representan un bien tan escaso como el de la salud pública o el de la felicidad. Sin ellas, apenas resultamos reconocibles para nosotros mismos cuando nos observamos cada mañana ante el espejo del baño mientras nos afeitamos.
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Cuando pienso si recuperaremos o no los modos y maneras de antaño que fuimos acreditando a lo largo de nuestras vidas, la duda me atenaza como a los niños del cuento. Y me siento como quien ha sembrado el camino de migas de pan para poder encontrar el camino de vuelta a casa y de repente repara en que los pájaros hicieron desaparecer las señales, aterido por el frío y atemorizado ante la inminente oscuridad.
Como en el cuento, esta epidemia nos niega la vuelta a casa del mismo modo en que los dioses escamotearon también por años a Ulises su vuelta a Ítaca, condenado a una odisea perenne. Y como él, permanecemos huérfanos de abrazos y de sonrisas, con un gesto de estupefacción que apenas pueden ocultar nuestras máscaras de teatro griego.
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Verduguillos
Hubo un tiempo en que eran los malos los que llevaban la cara tapada para perpetrar sus fechorías. Luego fue la policía la que hubo de taparse el rostro con verduguillos para no ser reconocidos por los criminales. Y al cabo del tiempo, acabamos por tapárnosla todos y ya acabará por no reconocernos ni la madre que nos parió. Y a lo mejor es que fingimos saber de qué va todo esto, aunque en el fondo estemos realmente asustados.
Si lo pensamos con honestidad, la humanidad no está preparada para afrontar una pandemia de las de verdad, como el Ébola y otras truculencias inimaginables. De esas que barrerían las ciudades como aquellas bombas de neutrones de cuando la Guerra Fría, diseñadas para exterminar únicamente a seres vivos y dejaban los edificios como nuevos, por eso de no dañar más que lo irrelevante, o sea, sólo personas, animales y vegetales.
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No hay más que pararse en un semáforo con el disco en rojo de cualquier ciudad del mundo y ver al conductor del coche de al lado sacarse los mocos con el dedo meñique y comérselos con absoluta normalidad, mirando con disimulo a derecha e izquierda, para perder la fe en la evolución del ser humano.
Al menos antes, cuando la peste, la viruela o el cólera campaban a sus anchas por Europa como una gigantesca guadaña exterminadora reduciendo la población por millones, los asustados e indefensos ciudadanos tenían la excusa de que ignoraban las verdaderas causas que provocaban aquellos terribles males. Desconocían los modos de transmisión de una enfermedad que atribuían a un castigo divino provocado por los pecados del ser humano.
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La gente convivía entonces con piojos, chinches y demás parásitos, del mismo modo que ahora lo hacemos con el móvil o con algún cuñado. Morían como moscas los pobres y lo único que estaba a su alcance para tratar de eludir la muerte era procesionar, maldita ingenuidad, rogando a Dios por el perdón de los pecados y reclamando un rayo celestial que atajara sus problemas.
Hoy, por el contrario, con toda la información a nuestra disposición para saber de qué va el cuento, parecemos haber caído de nuevo en el mismo estado mental atribulado de cualquier ciudadano de la Edad Media. La única diferencia, si me apuran, sea nuestra desbordada confianza en que las instituciones tienen no sólo la obligación sino también la capacidad de defendernos y ampararnos del mal, del mismo modo que en la Edad Media creían que ese era el papel de Dios y que sólo morirían los infieles, los ateos y demás malas hierbas.
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El pensamiento mágico sigue imperando cientos de años después como un fenomenal culto a la ignorancia. Se trata de una constante en nuestra historia política y cultural, promovida por la falsa idea de que la democracia consiste en que mi ignorancia es tan válida como tu conocimiento, y en la que nadie parece capaz de ver con claridad la brecha que separa la propaganda de la realidad. Orwell ya advirtió de que una nueva lengua se concebiría para hacer que las mentiras parezcan verdad y el asesinato respetable y para dar una apariencia de solidez al puro viento.
Pese a todo lo que está en juego, o precisamente por ello, en el momento en que nos exigen un papel proactivo y solidario declinamos nuestra responsabilidad, porque una cosa es que haya que detener el virus, y otra muy distinta que eso suponga un compromiso personal, que para eso ya están las instituciones. Olvidamos una vez más que el heroísmo sigue teniendo que ver con las cosas del día a día. Y que todo lo que consideramos sólido, firme y duradero podría irse por el desagüe si alguien tirara de la cadena de la historia.
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Decían nuestros mayores, hartos de tanto soplapollas y de tanto buenismo como veían, que teníamos que pasar una guerra para enterarnos de lo que valía un peine. Confiemos en que la lección de esta pandemia nos evite el trago amargo de la próxima, ya profetizada por cierto.
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