El 15 de agosto ha caído a plomo este año en el medio de la semana como un yunque denso. Dan ganas de decir 'la Virgen' -así, como interjección- aprovechando la festividad religiosa y a modo de expresar una calma chicha extrema. No se mueve una hoja en una tarde soleada y plana. Del barrio hacia adentro de la ciudad abundan las tiendas y los bares cerrados. Podría uno tirar un antiguo carrete de fotos sin un mísero figurante que llevarse a la cámara. Sólo un elemento avanza para llevar la contraria a semejante suspensión vital. Es el trenecito turístico repleto de visitantes quizá asombrados ante tanta quietud, que dobla la esquina del Palacio de Justicia y enfila la Avenida de Gasteiz.
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A veces se nos va la pinza mientras andamos o, simplemente, a la centrifugadora que portamos sobre los hombros le da por relacionar ideas. No sé por qué, pero me viene un símil musical. El de las variaciones sobre un mismo tema, el de los cartelitos colgados de una ventosa que informan machaconamente del cierre del establecimiento por las vacaciones estivales que dejan Vitoria con el pulso apagado desde la vuelta de Celedón a su arrendamiento en la torre de San Miguel. Días atrás o jornadas adelante, la mayoría de las lonjas anuncia el levantamiento de la persiana metálica en torno al 27. De la clausura casi total puede excluirse al centro, pero los distritos de más o menos extrarradio obligan a caminar mucho para cualquier cosa y alteran las costumbres que nos equiparan al reino animal.
Pero hasta en los fotogramas más detenidos caben ciertos contrastes. Como el del nuevo concepto de ventas que anuncia el dorso de la camiseta del tipo que vende ropa en un camión. El sitio destinado a la carga como escaparate, la rampa por la que bajar las perchas de las que prenden camisas y pantalones. Y a pocos metros de él, lo inesperado. Gente. Agrupación discreta de personas en torno a la casa donde, cuentan leyendas e historias, que una noche durmió un emperador bajito con la mano apoyada a la altura del estómago. Vitoria, famosa por la cantidad de edificios sobresalientes sin utilizar, ha encontrado uso para Etxezarra gracias al séptimo arte.
Sí, Napoleón ya tiene quien le habite. Desde que el séquito a las órdenes del director Daniel Calparsoro tomó pacíficamente la capital alavesa para el rodaje de 'El silencio de la ciudad blanca', aquel lugar que sirvió hace dos siglos al corso como parada y fonda ha abierto unas puertas cerradas hasta la fecha con tanta cal como canto. Ahora ejerce de ropero, de gigantesco armario y de camarote cinematográfico. Junto a los apartamentos tutelados en tono de azul cobalto, una cuadrilla de figurantes vestidos de ertzainas atendía las recomendaciones para devolver los trajes de faena hasta volver a vestirlos en tomas siguientes. Vienen de trabajar en las oficinas municipales de San Martín adaptadas por estas cosas que tiene el cine a comisaría vasca. Un empleado de la producción de marcado acento andaluz se dirige a los extras a la hora de 'fichar' para la salida. «¿Cansados, no? Ya, un día largo. Pues así son todos».
Es el mismo hombre que interpela a una mujer rubia que ya, por el efecto de las secuencias acumuladas, le resulta familiar. «Tú ya llevas dos días repitiendo, ¿no?» Ella le responde que sí y parece contenta de intervenir en una película bien respaldada por Atresmedia sobre la novela de la autora vitoriana Eva García Sáenz de Urturi. Vitoria como plató. La ciudad blanca en versión decorado. Historias de cine que contribuyen en la mortecina quincena de agosto a despertarla de su letargo anual. Mientras por una vez la provincia paga a la capital con la misma moneda y le ofrece la espalda a base de jolgorios. Los propios de unas fiestas que empapan de bullicio a Llodio y Amurrio, a Araia y Nanclares, y a tantos otros pueblos. Agurain, Villabuena, Bernedo, Artziniega, Moreda, Elciego, Elvillar, Leza… Percusión y viento por los cuatro puntos cardinales.
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