No sé si recuerdan la famosa obra de Pirandello 'Seis personajes en busca de un autor'. Súbitamente, un padre, una madre, la hijastra, el hijo, ... un niño y una niña irrumpen en escena durante la representación de una obra de teatro buscando a cualquiera que les haga un hueco en una función en la que puedan cobrar vida propia.
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Los seis son fruto de la fantasía de un dramaturgo que nunca fue capaz de trasladarlos al libreto de un guión teatral, privándoles así de vida propia. Por eso, vagabundean como fantasmas desalojados de la existencia reclamando acomodo en un drama, no importa cuál, para poder así protagonizar su propio destino.
Vitoria, salvando las distancias, es una ciudad que recuerda a los personajes imaginados por el autor italiano a principios del siglo pasado. Deambula por el escenario autonómico, nacional e internacional reclamando un lugar en el mundo, harta de representar papeles variopintos y dispares, con mayor y peor fortuna, en el escenario de su particular platea.
Apostó desde su más tierna infancia por curas y militares. Y bien podríamos aventurar que perdió la virginidad entre las muchas tapias de conventos recoletos y las garitas de cuarteles sabañoneros. Más adelante, ya emancipada tras el fin de la dictadura, afrontó una adolescencia errática, mientras se embutía en un corsé con que evitar el crecimiento desmesurado de su cuerpo, revelando ya su incipiente complejo de Peter Pan.
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Posteriormente ha experimentado derivas en su autoestima, pasando a ser una ciudad industrial, pese a que sus vecinos hubieran jurado que vivían en una ciudad de servicios. Si con el desarrollismo nos rendimos al automóvil y nos convertimos en una minúscula Detroit patria, de bandazo en bandazo hasta la derrota final aspiramos un día a teñir de verde el corazón industrial que nos alimenta como ciudad, pasando a los anales de la sostenibilidad con nuestra etiqueta de Green Capital en el pecho.
Más tarde, un nuevo volantazo nos puso en el brete de pasar a ser una ciudad gasista, sin solución de continuidad, vendiendo nuestra alma al diablo por un plato de legumbre. Y ya, rendidos y desarmados, nos convertimos en un suspiro en el aventadero de Euskadi, una suerte de La Mancha salpicada de molinos que esta vez no se confunden con gigantes, sino con aerogeneradores.
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Tanto promocionar la 'Vitoria green' y el color que nos acaba otorgando la fama es el rosa chicle de la prensa del corazón
Fuimos el hazmerreír del coche eléctrico cuando aspiramos a puentear a la industria mundial del motor inventando el 'huevomóvil' vasco a golpe de cheque de dinero público, como un Chiquito de la Calzada resurgido de sus cenizas. ¿Te das cuén? Y otra mañana pasamos de la sordera más acuciante a pretender alcanzar la excelencia acústica, sin transitar un mínimo cursillo acelerado de solfeo ni acreditar noción de armonía alguna.
Mirando hacia atrás sin ira, demostramos nuestra incapacidad para superar el reto de hacer la tortilla más grande del mundo porque nos descalificaron los representantes del libro Guinness de los récords. Nos pillaron haciendo trampas en el examen para ridículo de propios y extraños.
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Minutos después, esta vez sí, presumimos de que la teníamos más grande que nadie de nuestro alrededor, instalando una bandera de Vitoria de proporciones hiperbólicas frente a La Florida que, de tan grande, sólo ondea cuando se suceden rachas atemporaladas. En fin, que llevamos siglos reclamando nuestro lugar en el mundo mientras damos palos de ciego como los personajes de Pirandello. Y así, seguimos debatiéndonos en un si es no es, como un eterno adolescente en busca de un solar en el que asentar su encarnadura.
No aparecemos ni en los mapas del tiempo y, claro está, las instituciones se sienten impelidas a poner coto al anonimato en el que sesteamos entre evento y evento. Y se sufragan campañas publicitarias de a millón con el vano afán de alcanzar la fama, aunque esta resulte huidiza y perecedera en la mayoría de ocasiones.
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Hasta que un buen día la sorpresa nos sacude de forma imprevista e, inopinadamente, un foco gigantesco ilumina nuestras cabezas haciéndonos ocupar el centro de la escena. Y pasamos al balcón de la fama en un pispás, sin ni siquiera pretenderlo. De buenas a primeras nos asomamos a la pequeña pantalla con una fuerza inusitada y la plaza de Los Fueros se llena de paparazzis, como si estuviéramos en un FesTVal permanente.
No deja de ser mordaz que después de tanta campaña municipal y tanto Fitur para que el mundo se entere de que entre el Guggenheim de Bilbao y la bodega de Marqués de Riscal hay una aldea gala que se llama Vitoria-Gasteiz, después de tanto promocionar la 'Vitoria green', el color que nos acabe otorgando fama mundial sea el rosa chicle de la prensa del corazón.
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Ya iba siendo hora. Hay justicia en este mundo. Por fin Vitoria se da a conocer mundialmente por méritos propios y ocupa sin complejos el lugar central que le corresponde en el circo mediático. Entramos de hoz y coz en todos los programas de cotilleo de la tele y en las revistas esas que te encuentras en la peluquería con las esquinas desgastadas de tanto chuparse el dedo. Y sin pagar un céntimo de publicidad vemos como el marujeo peninsular se solaza con las cuitas amorosas de una pobre pareja que se aventura por los derroteros del amor, rodeados de una manifestación de presuntos periodistas y fotógrafos que han acampado en el corazón de Vitoria.
Este tropel de notarios de la actualidad del mercado del amor viene a dar cuenta del final de una historia de cuento de princesa y príncipe azul que acabó cuando se encendió la luz y nos enteramos de que aquello era un quilombo a título lucrativo. Y como es de sobra sabido, el desamor vende más que la felicidad, del mismo modo que la guerra acapara las portadas que no hallan hueco para la paz.
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Todas las historias que nos contaron cuando niños acababan con el mismo final feliz: un príncipe azul -duque, en este caso- besando a la princesa -infanta en este caso- ante un escenario de ensueño, y un epitafio de lo más sugerente rotulado en letras doradas que anunciaba 'y fueron felices…'. Sólo el tiempo nos enseñó que esos tres puntos suspensivos eran más que un recurso gramatical.
Quien ha transitado por el camino del matrimonio sabe que tras ese beso que pone fin al cuento se abre un inmenso laberinto en el que vas avanzando sin el hilo de Teseo en la mano para hallar el camino de vuelta. Decía Balzac que el matrimonio es un combate a ultranza, antes del cual los esposos piden la bendición de Dios, porque amarse para siempre es la más temeraria de las empresas.
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De igual modo, el devenir de una ciudad es voluble, 'qual piuma al vento'. Confiemos en que la ironía del rosa que nos sirvió la fama -divorcio real mediante- no oculte el color real de una ciudad que sigue resistiéndose a decidir qué quiere ser de mayor.
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