Hacer dos cosas a la vez

Se non è vero... ·

Domingo, 25 de noviembre 2018, 01:57

Qué gran verdad es que los hombres somos incapaces de hacer dos cosas a la vez. O al menos es lo que mi mujer repite hasta la saciedad cada vez que le doy una excusa para constatarlo.

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En ocasiones, ella se acerca y parece que va a decir algo, dar una orden, hacer un encargo. Entonces repara en que estoy ocupado en cualquier nadería, leyendo el diario o haciendo un crucigrama. Y con un gesto de su cara, junto a un ligero cabeceo, se muerde levemente el labio superior, mientras abandona su afán y vuelve por donde ha venido sin decir nada.

-«¿Qué querías, cariño?». Pregunto con una disposición impostada que suena a auténtica falsedad. Y ella responde con un «déjalo, no era nada», como abandonando toda esperanza de poder contar conmigo. «Para un ratito que tengo para leer el periódico...», insinúo.

Como queriendo acreditar los prejuicios de mi mujer sobre nuestra incapacidad de hacer dos cosas a la vez, la otra mañana estaba afeitándome mientras escuchaba la radio, cosa que no les recomiendo, y no pude evitar dar un respingo y cortarme al escuchar la última noticia del zoológico político en boca de Pepa Bueno.

Mi esposa, alarmada por el grito y por el juramento subsiguiente, acudió rauda al baño para encontrarme en el empeño de parar aquel tajo que no dejaba de sangrar. Con una mirada inteligente calibró el escenario. La espuma, la maquinilla de afeitar, la radio. Y exclamó irónica y segura: «Afeitarte y escuchar la radio. Si es que no sabéis hacer dos cosas a la vez».

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Si algo me irrita es que me hablen en plural. Siempre que alguien lo hace miro hacia atrás para ver si, por ensalmo, hay una docena de voluntarios tras de mí haciendo de corifeos. Así que respiré hondo y me dejé hacer, para evitar males mayores.

Ella, solícita, colocó un trocito de pañuelo de papel sobre la herida que detuvo inmediatamente la hemorragia, con la eficacia de una enfermera de urgencias. Apagó la radio y me dejó perplejo frente al espejo que habita sobre el lavabo, mirando el aspecto de cordero degollado que ya no me abandonaría hasta bien entrada la mañana.

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Y total por un quítame esas pajas. Que si un diputado ha escupido a un ministro o no. Y me digo que no merece la pena compartir taquicardias con la canalla parlamentaria. Y que de ahora en adelante me dedicaré a la prensa escrita, que es causa de mayor sosiego e induce a la reflexión. Y además no te puedes cortar mientras lees. No como la radio, que hace que uno se encuentre -para su sorpresa- contestando las declaraciones de éste o aquel rufián, como si pudiera uno trabar un diálogo a través de las ondas hertzianas.

He podido percibir también esta disfunción masculina, de la que nos acusan las mujeres, en el gimnasio. A veces trato de conciliar allí el ejercicio con la televisión. Y mientras sudo en la caminadora, alguna vez he tratado de seguir un partido del Baskonia al mismo tiempo. He tenido que dejarlo porque en una ocasión, de marcador apretado y emoción supina, salté con el afán de acompañar en un mate a Toko Shengelia y casi salgo rodando y medio trastabillado al perder pié en aquel rodillo infernal.

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Muy a mi pesar he de darle la razón a mi mujer y convenir en que, efectivamente, soy incapaz de hacer dos cosas a la vez con suficiente solvencia. Como tantos hombres lo acreditan cada día. Por ello no entiendo que la política no esté a la altura de las circunstancias y veamos la hora en que las candidatas a lehendakari, a alcaldesa o a diputada general sean moneda común en nuestra geografía tan masculina.

En el País Vasco nos gusta ir de avanzados en el terreno social en todos los campos menos en éste. Tiramos a menudo de tradicionalistas cuando se trata de impedir desfilar a las mujeres en un alarde. Que viene a ser como prohibir a las mujeres participar en la Procesión de los Faroles vitoriana.

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Ponemos todo tipo de trabas para que las chicas entren con naturalidad en las sociedades gastronómicas más pata negra, porque no soportamos que nos incordien con su eficiencia. Y, a riesgo de que en mi txoko me llamen pelota y vendido, he de decir que si fuera mujer pasaría de ser socia de un club mayoritariamente masculino. Aunque sólo sea por los efectos que una próstata fatigada tiene sobre la higiene de un baño necesariamente compartido.

Algún conservador advirtió temeroso que es peligroso dejar abiertas unas tijeras, porque pueden cortar el hilo del destino. Sinceramente creo que es hora ya de cortar ese hilo y poner en manos de mujeres las dos cosas que nosotros apenas hemos sido capaces de manosear: el poder político y la ternura. Verán como mejoramos en ambos terrenos, el de la calidad de vida y el de la calidad afectiva. Al fin, ya sí, podremos disfrutar de dos cosas a la vez. Que ya iba siendo hora.

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