Iosune y Rosi se aplican gel antibacteriano en una terraza de la plaza de Los Fueros. Igor Aizpuru
Diario en cuarentena. Día 2

Una distopía de andar por casa

Vitoria aparenta normalidad. Aunque el coronavirus está cambiando también nuestra forma de relacionarnos y se está acomodando, a sus anchas, en la intimidad de los hogares

Jueves, 12 de marzo 2020, 01:43

Todos nos sentimos un poco como exploradores de un territorio ignoto. Sin brújula, ni mapa y sin pilas en la linterna. De pronto, nos hemos visto en un entorno que es el mismo de siempre, pero distinto a la vez: nuestra realidad, la del pintxopote del jueves y el Alavés en Mendi el domingo, se ha deformado por la llegada de un virus de origen chino. Te cuentan esto hace un par de semanas y acusas de pirado a tu interlocutor. Pero aquí está. De un día para otro, no ha quedado otra que abandonar muchos de nuestros hábitos e incorporar nuevos 'tics' a nuestras rutinas. Detrás de todo, más que el temor al contagio, algo tan atávico como es el miedo a lo desconocido. De golpe y porrazo, la Vitoria de marzo de 2020 se ha convertido en una distopía de andar por casa.

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Haces vida normal, sí. Pero. Sigues bajando a tomar café con los compañeros del curro, al menos con los que quedan en la oficina, porque muchos están teletrabajando desde casa. Pero. Evitas acompañar el solo sin azúcar con un bocadillito de jamón de esos que se apilan en la barra. No eres de los que caen en el pánico absurdo de arramplar con todo en el supermercado. Pero. Por si las moscas, bajas al súper, te llevas un par de kilos de arroz, dos paquetes familiares de papel higiénico y cuarto y mitad de pechugas de pollo. Sabes perfectamente que las posibilidades de contagiarte son muy pequeñas. Pero. Cuando te encontraste ayer por la mañana a aquella amiga del colegio que hacía tanto que no veías, pensaste que, en lugar de plantarle un par de besos, sería más adecuado optar por una fórmula de cortesía menos invasiva: le saludaste con un gesto rarísimo, levantando las cejas y la barbilla.

Se han cerrado colegios, facultades, centros cívicos, piscinas, teatros y bibliotecas. La situación de emergencia sanitaria que tiene a Vitoria como uno de los focos más importantes de España ha forzado a las administraciones a tomar medidas muy restrictivas. Pero también ha puesto en jaque al día a día, a lo más cotidiano: es lo más nimio y lo que más importa a la vez. Quien más quien menos, todos hemos puesto nuestra forma de vida en cuarentena.

Claro que la gente está saliendo a las calles, aprovechando este inusual sol de invierno. Claro que los críos juegan en los parques a falta de colegio. Claro que ningún recado se queda sin atender y se comparten cañas y vinos como siempre. Vitoria no ha dejado de respirar. Puede que esté conteniendo un poquitín el aliento, pero la ciudad sigue viva. Esto no es 'Chernovit'. Aunque, si se pone la lupa de aumento, si a la realidad se le aplica el zoom adecuado, se suceden escenas en absoluto habituales.

Dos jóvenes se tocan las punteras de las zapatillas para saludarse, en un raro gesto entre pandillero y marcial. Otros dos se chocan los codos. Y por ahí, por la calle Dato, vienen dos ejecutivos engominados que guardan la distancia, de un metro, al milímetro. Parece que estén caminando con una cinta métrica invisible entre ellos.

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«Vivo en Zabalgana y vengo todos los días a trabajar en bus y, desde ayer, he preferido salir antes y venir en bicicleta», asegura Irantzu. «Dicen que están desinfectando mucho los urbanos, pero me quedo más tranquila», añade mientras canda la bici frente a la céntrica sucursal bancaria donde trabaja. «Sí, sí. Ya sé que es una bobada». Como Irantzu, cunde cierto miedo a parecer estúpidos por asimilar cosas que, hasta hace tan solo 72 horas, nos parecían más propias de aprensivos e hipocondríacos. En el andén del tranvía de Angulema Irati saca un botecito de hidrogel del bolso tras recargar la Bat. «Es que la pantalla la toca mucha gente y...», se excusa. «De verdad que no soy para nada paranoica, pero...», insiste, con un sonrojo levísimo asomándole en las mejillas.

«Me lavo las manos con lejía»

«No es cuestión de volverse loca, pero creo que todos tenemos que ser responsables. Yo, cada vez que toco a mi nieto, me limpio bien con el gel este con alcohol», sostiene Rosi, en una terraza de la plaza de Los Fueros. Este cambio de hábitos también ha llegado a casa y se está acomodando, a sus anchas, en la intimidad del hogar. Sara Fernández de Nograro sale cargada de un céntrico supermercado con dos garrafitas de lejía Conejo. «Escuché en la radio que esto es lo mejor para desinfectar, así que me lavo las manos con ella y en casa lo friego todo con lejía, el marido se me queja porque huele fuerte pero le digo que se aguante: los dos estamos delicados y no me fío».

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Todas estas precauciones, todos gestos de higiene que nos hacen sentir más seguros, contrastan con otras imágenes que también se suceden en las calles de Vitoria. Otro día más, de tanto niño, casi había que pedir turno en los columpios de la plaza de Santa Bárbara. «Sí, si lo piensas no deja de ser un poco raro que cancelen las clases para evitar propagar el virus y después todos traigamos aquí a los niños a pasar la mañana», reconocía Maialen Arroiabe. «Pero, ¿qué quieren? ¡Es que es imposible tenerlos todo el día encerrados en casa!», protestaba a su lado Fina Querejazu, una santa abuela que ayer se tuvo que hacer cargo, de nuevo, de sus cuatro nietos. «Me tienen baldada», suspiraba la mujer.

Y no sólo en los parques infantiles, también algunos padres optaron por llevar a los críos a los centros comerciales. Espacio cerrado, multitud y niños sueltos. ¿Qué puede salir mal? «Pues yo creo que aquí están seguros. No es cuestión de que estén todo el día encerrados en casa haciendo los deberes», defendía Mati Jiménez en el Boulevard, cargada de bolsas de Primark.

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«Creo que la gente no es muy consciente de que el riesgo es real. Nosotros hemos preferido venir a pasar la mañana aquí, al aire libre», le contestaba, desde la distancia Fani. Con sus pequeños, Ibai y Garazi compartieron ayer bocatas en una de esas mesas de madera del bosque de Armentia. «Nunca habíamos venido aquí entre semana y se está fenomenal». Algo bueno tiene que tener esta rara distopía vírica que nos ha tocado vivir.

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