Vitoria se baja del burro

El alcalde de mi pueblo también ha demostrado que gobernar no sólo reside en hacer cálculos electorales o de popularidad, sino restarle un poquito de rusticidad a la ciudad por medio de la enseñanza y el cumplimiento de las normas

Juan Carlos Alonso

Jueves, 10 de marzo 2016, 23:01

Ya estamos con la burra a brincos y camino va de armarse el belén con la prohibición de la carrera de burros del día del ... Blusa. Cuando todo parecía discurrir por el terreno de la sensatez y la Comisión de Blusas daba un ejemplo de civismo al acatar la orden municipal que prohibía la tradicional charlotada -y en esto llegó Fidel-, irrumpió la disidencia.

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Y lo mismo que proliferan animalistas, contamos también con nuevos animistas que insisten en organizar «un homenaje al burro» el próximo día de Santiago, y que amenazan con propiciar un desfile de cuadrúpedos. ¡Líbrenos Dios de un rayo, de un burro en el mes de mayo y de un pendejo a caballo! Ya tenemos todos los ingredientes para el cocidito vitoriano.

A menudo me ocurre con Vitoria algo similar a lo que me sucede con mi esposa a cada cuando. Un buen día discutimos como si no hubiera un mañana -porque sí, porque ya te vale- y nos cabreamos como monas para acabar reconciliándonos unas lunas más tarde. Y como si regresáramos a la adolescencia, dejamos de hablarnos y dormimos espalda contra espalda, enfurruñados.

Tras unos días de mutismo, acabamos retomando la charla como si tal cosa, sin recordar quién fue el culpable de qué, ni cuál fue la causa que originó tan esencial disputa. Así, de repente, vuelve a sorprenderme con algún detalle de su proverbial generosidad y siento como que me quisiera de verdad. Rindo la plaza inmediatamente y dejo de torcer el morro; y me digo para mí que la quiero como el primer día, aunque lo disimule tan torpemente como para que ella pueda fingir no darse cuenta.

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Con Vitoria me ocurre exactamente lo mismo, como si se tratara de una amante perversa a la que amo y odio con idéntica pasión enfermiza. Un día echo pestes a cuenta de su provincianismo; critico el frío pelón que hace los meses de marzo cuando ya creíamos avistar la primavera; aborrezco los debates circulares y pacatos que tan bien nos definen y que tan escaso recorrido intelectual proyectan. Y, tras un periodo de desamor, sucumbo a sus encantos.

Y caigo rendido al reencontrarme con alguna noticia en el diario que hace que me reconcilie con mi ciudad; hechos que me recuerdan que todavía arden brasas en la hoguera, enterradas bajo la ceniza, como una pequeña esperanza que late firme antes de que se apague definitivamente el fuego.

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Así que cuando leí que Vitoria se desasnaba, dejando a los burros de cuatro patas gozar de la paz del campo, me reconocí en esta nueva Vitoria que se abre paso. Y pensé que, como aquel día en que Neil Armstrong pisó la Luna, en Vitoria dábamos también un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la Humanidad, declarándonos Ciudad desasnada.

Desde el Ayuntamiento zanjaron el debate y el alcalde puso fin a la carrera de burros del 25 de julio. Que las ordenanzas municipales están para cumplirlas y no hay mayor deslegitimación para una institución que permitir el incumplimiento de las normas que promulga. Acabamos así con aquellos refranes atávicos que, como los traumas, están para superarse: «Vivir sin pena ni gloria, como el asno de Vitoria».

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Con esta valiente decisión Vitoria se desasna al fin. Que si no es lo mismo tejidos y novedades que te jodes y no ves nada, tampoco son comparables las carreras de caballos de Siena con esa jaimitada que se orquestaba con unos pobres borriquillos y que en tan mal lugar dejaba a una ciudad que se reivindica abierta, solidaria, acogedora y respetuosa.

El diccionario describe el término desasnar como «hacer perder a alguien la rudeza o quitarle la rusticidad por medio de la enseñanza». La definición me pareció de una belleza sublime y sumamente aleccionadora. No se imponen los cambios por el ordeno y mando, sino por el camino de la educación, el respeto y la ilustración. Que buena falta hacen.

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Recuerdo ese ripio que cantamos en el txoko de vez en cuando, poniéndonos de pie y sentándonos al ritmo de «Pantaleón, Pantaleón», que recuerda que había un alcalde en el pueblo que tenía mucha ilustración porque sabía tocar el txistu, un poquito el acordeón y también el pandereta. Pues bien, el alcalde de mi pueblo también ha demostrado que gobernar no sólo reside en hacer cálculos electorales o de popularidad, sino restarle un poquito de rusticidad a la ciudad por medio de la enseñanza y el cumplimiento de las normas.

El hecho de que Vitoria se desasne no es asunto de importancia menor. Que haya resistencias, en cambio, sí que lo es. Ladren, pues, mientras cabalgamos. Aunque en este caso no lo hagamos a lomos de asnos. Nos recuerda el refranero que «De los burros, la destreza, no radica en la cabeza». Sin que sirva de precedente, la destreza anidó en la de nuestros munícipes.

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