Más allá del 1-1: 'Donkey Kong Bananza' y la alquimia silenciosa de Nintendo
Destruir para revelar: así es como el nuevo icono de la gran N redefine el arte de enseñar jugando
El otro día, buscando una gema de banadio que brillaba tras una pared aparentemente sólida en el primer estrato de Donkey Kong Bananza, me di cuenta de que llevaba un cuarto de hora aprendiendo mecánicas nuevas sin que el juego me hubiese dicho ni una sola palabra. Era una de esas tardes de domingo en las que la luz entra sesgada por la ventana y uno pierde la noción del tiempo hasta que se da cuenta de que ha estado conversando durante horas con algo que, técnicamente, no puede hablarle.
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Me vino a la mente una anécdota que contaba Gae Aulenti, la arquitecta que diseñó el Museo d'Orsay. Decía que su trabajo no consistía en explicar a la gente cómo moverse por el espacio, sino en crear un espacio donde la gente se moviera naturalmente hacia donde ella quería que fueran. La buena arquitectura, venía a decir, es la que funciona sin que nadie se dé cuenta de que está funcionando. Nintendo lleva cuatro décadas haciendo algo parecido con sus juegos.
No es que hayan inventado nada nuevo, desde luego. El nivel 1-1 de Super Mario Bros. sigue siendo, cuarenta años después, una demostración tan elegante de diseño que me pregunto si Miyamoto era consciente de estar escribiendo la gramática fundamental del medio. Treinta segundos donde aprendes a saltar, a esquivar, a explorar, a crecer, sin que nadie te explique una sola regla. Igual que esas charlas perfectas, donde las palabras sobran porque los gestos lo dicen todo, donde la comprensión brota no de lo que se dice sino de lo que se intuye. Pero ahí está el problema, ¿no? Que lo fácil es hacerlo parecer fácil cuando todo está controlado.
Lo que ha sucedido durante la última década trasciende la mera aplicación de principios ya establecidos. Nintendo ha destilado esa sabiduría original hasta convertirla en algo que funciona con una naturalidad pasmosa en contextos que parecían diseñados para sabotear cualquier intento de claridad. Donde la sofisticación técnica se esconde tras una apariencia de sencillez que es, precisamente, lo más sofisticado de todo. Donkey Kong Bananza es la culminación de ese diálogo, y también su expresión más arriesgada. Porque aplicar la filosofía de diseño de Nintendo a un personaje cuya esencia es la destrucción planteaba una paradoja que me fascina: ¿cómo se las arregla uno para hablar con elegancia cuando el vocabulario principal es «romper cosas»? La respuesta que han encontrado es tan brillante como inesperada: convirtiendo cada demolición en un acto de revelación.
Recuerdo cuando Johnny Cash grabó «Hurt» de Nine Inch Nails en 2002. Era la misma canción que Trent Reznor había escrito una década antes, pero filtrada a lo largo de setenta años de vida, de pérdidas, de errores. Cash no cambió ni una nota, pero cuando cantaba «I hurt myself today / to see if I still feel» sonaba como si hubiese escrito esas palabras él mismo. Reznor llegó a decir que ya no era su canción, que Cash se la había apropiado completamente. Nintendo ha hecho algo parecido con su propia música.
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La evolución que llevó hasta aquí tiene hitos tan claros como inevitables, aunque probablemente sus protagonistas no fueran del todo conscientes de estar construyendo una tradición. Mario 64 fue la revolución copernicana: cómo traducir la claridad comunicativa del 2D a espacios donde podías moverte en cualquier dirección. Miyamoto y su equipo se enfrentaron a un problema que nadie había resuelto antes: hacer que un mundo tridimensional fuera tan legible como una página de cómic. Inventaron un lenguaje completamente nuevo. Cámara, movimiento, espacialidad. Un vocabulario que sigue funcionando tres décadas después.
Super Mario Galaxy fue la prueba de que ese lenguaje podía expandirse sin perder coherencia. Cuando vi por primera vez a Mario corriendo por la superficie de un planetoide minúsculo, con la cámara ajustándose automáticamente para que arriba y abajo siguieran teniendo sentido incluso cuando dejaron de existir, tuve esa sensación extraña que uno experimenta cuando entiende una broma en un idioma extranjero: la comprensión llega antes que la traducción consciente. Nintendo había encontrado la manera de usar la física como vocabulario de diseño, convirtiendo la gravedad en una forma de puntuación espacial que organizaba la experiencia sin dirigirla.
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Hubo otros experimentos por el camino. 3D Land y 3D World refinaron todo eso hasta convertirlo en una especie de diccionario visual donde cada elemento tenía su significado cristalizado. Pero esos juegos, por mucho que perfeccionaran la gramática, seguían operando en entornos relativamente controlados.
El verdadero salto al vacío llegó con Breath of the Wild. Por primera vez en décadas, Nintendo decidía soltar completamente la mano del jugador y confiar en que cuatro décadas de diseño y comunicación silenciosa habían creado un entendimiento lo suficientemente profundo como para funcionar incluso en territorio completamente inexplorado. Era una apuesta tan arriesgada que me recordó a esas madres que enseñan a nadar a sus hijos arrojándolos a la piscina: o confías en que los instintos van a funcionar, o te preparas para el rescate.
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Nintendo apostó por los instintos. Y funcionó.
El santuario se convirtió en la evolución natural del 1-1: un espacio contenido donde cada rompecabezas planteaba una pregunta específica sobre las posibilidades del sistema, pero donde las respuestas podían ser múltiples, imprevistas, incluso subversivas. Cada partida era distinta, pero todas seguían las mismas reglas fundamentales.
Super Mario Odyssey refinó esa tensión hasta encontrar un equilibrio que parecía imposible: preservar la claridad comunicativa del 1-1 en un contexto donde Mario podía convertirse en prácticamente cualquier cosa. Las lunas funcionaban como pequeñas epifanías distribuidas por el escenario, cada una planteando un intercambio diferente sobre las posibilidades del sombrero, pero haciéndolo de una manera tan orgánica que uno tenía la sensación de estar redescubriendo verdades olvidadas en lugar de aprendiendo trucos nuevos. Era la demostración definitiva de algo que llevaba años sospechando: que el buen diseño no consiste en bombardear al jugador con información, sino en crear las condiciones para que la información brote naturalmente de su curiosidad.
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Tears of the Kingdom llevó esa filosofía hasta un territorio que rozaba lo anárquico. Herramientas tan versátiles que parecían diseñadas por alguien que había perdido completamente el miedo al caos. Era un experimento extremo sobre los límites de la confianza: ¿hasta qué punto puedes empoderar al jugador sin que el sistema colapse bajo el peso de sus propias posibilidades? Los resultados fueron reveladores. Algunos jugadores construían maravillas de ingeniería que ni los propios desarrolladores habían imaginado; otros se sentían abrumados por la vastedad del horizonte de posibilidades. Era como descubrir que habías estado manteniendo un diálogo tan fluido durante tantos años que ya no necesitabas palabras, pero que precisamente por eso a veces te quedabas sin saber qué decir.
Y entonces llega Donkey Kong Bananza.
Recogiendo todas esas lecciones y cristalizándolas en algo que se siente completamente nuevo y perfectamente inevitable al mismo tiempo. El juego entiende que la destrucción puede ser tan comunicativamente clara como el salto original de Mario, pero lo hace de una manera que trasciende la mecánica pura para convertirse en algo más profundo. Cada pared que DK derriba no solo revela nuevos caminos: plantea preguntas sobre la naturaleza de lo sólido y lo transitorio, sobre la diferencia entre lo aparente y lo real, sobre el poder transformador de la acción decidida.
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Me gusta especialmente la palanca que activa el sónar. Funciona como un descendiente directo de la primera seta del 1-1 pero elevado a una potencia superior. El juego nunca te explica para qué sirve; simplemente confía en que tu curiosidad natural te llevará a experimentar con ella. Y cuando lo haces, cuando ves por primera vez cómo se ilumina el terreno circundante revelando tesoros ocultos, experimentas exactamente la misma sensación que sentiste la primera vez que hiciste crecer a Mario con una seta.
La comprensión súbita de que el mundo es más rico de lo que parecía.
Las transformaciones Bananza me han hecho pensar en esas muñecas rusas que se abren para revelar otras muñecas en su interior, cada una con su propia personalidad, pero formando parte de un conjunto coherente. Se introducen de manera tan natural que uno tiene la impresión de haberlas dominado antes de entender completamente sus implicaciones. La cebra es más rápida, desde luego, pero ¿qué significa ser más rápido en un mundo donde el tiempo no apremia? El avestruz puede planear, sin duda, pero ¿cómo cambia eso tu relación con la verticalidad del espacio?
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Son preguntas que el juego plantea con la sutileza de quien sabe que los mejores intercambios son aquellos donde los silencios dicen tanto como las palabras.
Lo que me resulta extraordinario de todo este proceso es cómo Nintendo ha conseguido mantener la pureza de su diseño original mientras lo expandía a territorios que parecían incompatibles con él. La complejidad técnica de preservar esa claridad en un mundo completamente maleable es descomunal: cada material debe hablar su propio idioma visual, cada superficie debe contar su historia sin subtítulos, cada interacción debe ser comprensible a nivel intuitivo incluso cuando forma parte de cadenas de causa y efecto que pueden extenderse durante minutos enteros.
Y, sin embargo, cuando juegas a Bananza tienes la sensación de que todo es obvio. De que no podría ser de otra manera. Es la marca de la verdadera maestría: hacer que lo sofisticado se sienta inevitable, que lo revolucionario resulte familiar, que lo complejo parezca natural. Como esos artesanos que han pulido su técnica durante décadas hasta el punto de que su trabajo parece brotar espontáneamente de sus manos.
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Cada descubrimiento en Bananza se vive como una victoria personal, exactamente igual que ocurría cuando descubrías por primera vez que podías romper bloques con la cabeza en el Mario original, pero multiplicado por la complejidad exponencial de un mundo donde esa simple acción puede desencadenar reacciones en cadena que te llevan a lugares que no sabías que existían. Es la diferencia entre leer una novela y vivirla. Entre entender una broma y sentir que la has inventado tú mismo.
No sé si somos conscientes de lo que estamos presenciando. Al final, lo que Donkey Kong Bananza demuestra es que algunos principios del diseño trascienden las limitaciones tecnológicas, los géneros, incluso el paso del tiempo. El nivel 1-1 sigue siendo perfecto en su simplicidad cuarenta años después, pero Bananza prueba que esa perfección no era un accidente afortunado, sino la expresión de verdades más profundas sobre cómo funciona el entendimiento entre dos inteligencias que se respetan mutuamente.
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En una época en la que la tecnología parece empeñada en gritarnos, en bombardearnos con notificaciones y alertas, en recordarnos constantemente su presencia, hay algo profundamente reconfortante en descubrir que la comunicación más sofisticada sigue siendo la más silenciosa. Que la mejor manera de enseñar sigue siendo crear las condiciones para que el aprendizaje brote de manera natural. Que el diseño más avanzado es aquel que consigue hacerse invisible.
Nintendo lleva cuatro décadas perfeccionando el arte de mantener intercambios que no necesitan palabras, y Donkey Kong Bananza es su demostración más reciente de que siguen siendo los maestros indiscutibles de esa magia particular. La mano que te guía sigue siendo tan invisible como siempre, solo que ahora te conduce a través de laberintos infinitamente más vastos y complejos.
Quizá sea esa la lección más importante que podemos extraer de todo esto: que la mejor tecnología no es la que se exhibe, sino la que desaparece. La que funciona tan bien que uno se olvida de que está ahí. La que te permite concentrarte no en el medio, sino en el mensaje. En una época en la que el mundo parece empeñado en complicarse, hay algo casi subversivo en la propuesta de Nintendo: que la sofisticación verdadera consiste en hacer que lo complejo parezca sencillo.
Y eso es muy parecido a la definición más pura del arte que conozco.
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