Borrar

Residencia 'Las lomas'

Convivir con la muerte ·

«Sé que el bicho va a llevarme. No tengo miedo, pero me hubiera gustado despedirme de mi nieto». La carta de Manuel a su cuidadora Lucía

Elena moreno Scheredre

Sábado, 13 de marzo 2021, 00:59

Comenta

Lucía caminó desde la parada del autobús mirando la dirección del sobre. Un suspiro involuntario rompió el aire. Se ajustó la mascarilla y retomó el paso hacia la casa rematada por un rótulo que decía 'Carpintería Manuel'

La primera vez que oyó hablar del establecimiento había sido hacia un año. También aquel día se había bajado de un autobús y mirado a su alrededor. «Un par de kilómetros» le habían dicho, pero aquel marzo pasado venía cálido, como si la primavera fuera una promesa a punto de cumplirse y tuvo que quitarse la bufanda a medio camino.

Tiempo atrás se había encontrado en el metro, con la antigua gerente de la empresa de limpieza donde trabajó cuatro años. Le contó que llevaba seis meses en el paro y ella, Encarni le explicó que en ese momento trabajaba en la residencia de ancianos 'Las lomas', que se pasara por allí; se necesitaba gente como ella, «cariñosa, trabajadora, y parlanchina». Una semana después, firmaba el contrato de limpiadora en la residencia.

Su primer día subió el repecho que precedía al caserón, mirando los jardines. El sitio no estaba mal, y aunque hubiera preferido encontrar trabajo en un comedor, un colegio, o en algo relacionado con el curso de peluquería que había hecho en el INEM, sabía que a los 53 años tampoco podía detenerse a elegir. Lo importante era terminar con la precariedad.

Encarni le presentó a la encargada y ésta le explicó cómo funcionaba la casa, los horarios, las normas, y lo que se esperaba de ella. En media hora estuvo dispuesta con su uniforme y sus guantes junto a una compañera llamada Iris, para iniciar el recorrido por las habitaciones de la primera planta, donde los residentes, 24, eran mayores, pero estaban en buenas condiciones físicas.

Modos de sargento

No tardó en comprobar que Iris era una mujer arisca. Golpeaba las puertas sin esperar respuesta, entraba como un huracán, subía la persiana dando los buenos días, acercaba a las camas andadores y muletas y apremiaba para que dejaran la habitación libre. A Lucía no le gustaron sus modos de sargento y aprovechando su situación, fue presentándose. Ignoró las miradas impacientes de su compañera y procedió como le pidió su corazón. Al terminar la mañana había conseguido una enemiga, pero recordaba los nombres de todos los residentes, especialmente el de Manuel, un hombre de 90 años que le dijo que tenía carita de ángel.

Durante una semana Lucía repitió su rutina. Mientras limpiaba, algunos mayores se interesaban por su vida, y eso hacía tiempo que no le pasaba. En cuanto ganó su confianza vio que los residentes vivían asustados por un virus que en Italia venía a por los viejos y se contagiaba con solo tocar el periódico. Los italianos salían a las ventanas y cantaban. Era muy emocionante y cuando las imágenes aparecían en televisión todos lloraban, santiguándose varias veces sin dar crédito al relato informativo. «Como la gripe del 18», murmuraban. «Eso no puede ser. Ya lo arreglarán los científicos», decía Damián, que había sido profesor. «Esto son los chinos que comen cualquier porquería», añadió Adela, que había cumplido 86 hacía una semana. Lucía pilló a doña Clara, la mujer que siempre le ofrecía caramelos, llorando porque temía no volver a ver a sus nietos. Algunos no querían salir de su cuarto a pesar de que todo cuanto sucedía se cocía en el salón.

Se cerraron las puertas, se perdió el apetito, aumentó el insomnio, los temblores y el préstamo de móviles

Una mañana Encarni le pidió que se pasara por el despacho para explicarle lo que ya había oído; algo imposible de creer. Había un virus que se llamaba corona que no se sabía cómo curar y que se extendía por el mundo. El presidente del gobierno acababa de anunciar el estado de alarma, que, aunque no se supiera lo que era, significaba que nadie podía salir de casa. «La limpieza es más importante que nunca Lucía. Todo tiene que estar desinfectado».

-«A partir de mañana nadie podrá salir de casa durante quince días, pero hay trabajos que son necesarios como el tuyo, así que voy a hacerte un papel para que puedas venir. Iris se ha despedido. Buscaré a otra persona, pero de momento quiero saber si cuento contigo, y si podrías quedarte a dormir aquí, si esto se alarga».

Una habitación junto al garaje

Las cosas no mejoraron. Se prorrogó el estado de alarma y un silencio atiborrado de miedo se extendió por la casa como si hubiera caído la bruma en la montaña. El tiempo parecía detenido, como si todos hubieran dejado de respirar lo mismo que los contagiados. Lucía se despidió de su casera y trasladó sus bártulos a 'Las lomas', donde le adecentaron una habitación al lado del garaje.

Todos los días, a las ocho de la tarde, después de cenar, salían a las ventanas a aplaudir. Pero en 'Las lomas' no había vecinos, y el eco de las palmadas parecía mas una petición de auxilio que la muestra de solidaridad con los sanitarios que se contagiaban porque no tenían material de protección. Los hospitales no daban abasto y la muerte alcanzaba sobre todo a los que ya no podían correr; a los mayores.

En 'Las lomas', se cerraron las puertas, se perdió el apetito, aumentó el insomnio, los temblores y los préstamos de móviles que, hasta entonces, habían sido el regalo casi inútil de Reyes. Lucía escuchaba cómo se confortaban unos a otros, a veces impotentes, a veces resignados terminando las frases con aquel ¡Qué sea lo que Dios quiera!

Con el miedo disfrazado de aventura, Encarni repartió mascarillas y órdenes. La psicóloga y la peluquera no podían llegar. Habían sido confinadas. El bicho se acercaba y en la televisión las imágenes ponían los pelos de punta. Ella, empuñando el pulverizador de lejía y desinfectante iba y venía como si comandara un ejército, pero se moría de pena cuando veía los ojos húmedos, las manos crispadas y aquellas miradas que no sabían dónde posarse.

La primera en caer fue Mariela, y casi seguido José Luis y Lourditas un matrimonio que hacían todo cogidos de la mano. Una ambulancia, con enfermeros vestidos de astronautas, se los llevó al hospital y no volvieron. Los residentes se avinieron dóciles y silenciosos a las normas, marcas en el suelo, gel hidroalcohólico, y aquel olor a lejía en el aire. Lucía instaló un improvisado salón de belleza; toda la vida de Dios se había soltado la amargura en la peluquería, y allí tenían malos pelos y mucha amargura. Empuñando el secador supo de amores, anhelos, penas y miedos. La residencia tenía una calma falsa como de novela de miedo, y todos iban y venían por sus recuerdos como si estuvieran despidiéndose de ellos. Manuel también acudió a que le cortara el pelo.

-Carita de ángel, ponme guapo para el viaje.

Había nacido en 1927 y cuando terminó la guerra, «la nuestra», ya sabía hacer ataúdes. «Echo de menos los bosques, el olor de la madera, su tacto. Si me hubiera quedado ciego sabría, con solo acariciar un tronco, la diferencia entre un castaño o un roble». Manuel fue contándole que no tuvo suerte en esto o aquello, que le dolía su hija, que anhelaba a su nieto, y algo mas de tiempo para contarle por qué sucedió esto o lo otro. «Demasiado silencio, carita de ángel».

En el mes de abril, con el país sin ferias ni procesiones hubo cerca de 900 muertos diarios y casi todos se producían en las residencias, pero en 'Las lomas' parecían haber puesto candado al bicho, que no al miedo. En mayo comenzó la desescalada y la gente se echó a la calle llevando de la mano a niños aturdidos, y a mayores desorientados.

Hablar con el nieto

Cuando llegó la primavera Manuel salió a vigilar a los árboles, a tocarlos y a hablar con su nieto, único familiar directo que le quedaba, desde el teléfono del jardinero para que le contara cómo iba la carpintería en medio de aquel descalabro que tenía el mundo «Hay que ahuyentar este frío del corazón», dijeron que podía haber sido aquello; el teléfono, o su necesidad de saber cómo le iba a su nieto, o lo terco que se puso cuando dijo que aquello no era vida, y que él ya había hecho todo lo que tenía que hacer, pero lo cierto es que dos días después amaneció con fiebre. Para cuando vino la ambulancia ya había muerto.

Lucía entró en la habitación de Manuel vestida de astronauta y armada de sus desinfectantes. Había que hacer desaparecer su rastro. Las cosas personales se metían en una bolsa de plástico que permanecería en cuarentena. Le costó hacer su trabajo. Las lágrimas le empañaban la visera de metacrilato y se ahogaba de tristeza. Fue al abrir el cajón cuando encontró el sobre. Manuel, con letra vacilante, había escrito: 'Para Lucía Medellín'.

No pudo llevárselo. Encarni lo guardo en una caja que espolvoreó de un producto que debía hacer efecto en 30 días. Lucía esperó. No había manera de empujar el tiempo para que llegara la vacuna, así que siguió peinando y escuchando llantos. Pasado el tiempo, Encarni le entregó el sobre de Manuel y ella, con el respeto del sepelio que no pudo ofrecerle, se retiró a su habitación para abrirlo.

«Estimada Lucía»:

«Sé que el bicho va a llevarme. No tengo miedo, pero me hubiera gustado despedirme de mi nieto. Si puedes, dile que le quiero más que a los árboles, y cuéntale lo que te conté».

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcorreo Residencia 'Las lomas'

Residencia 'Las lomas'