Gira el mundo
Un año del confinamiento. En realidad, lo que estaba ocurriendo en Italia lo entendimos cuando nuestros comerciantes chinos cerraron sus tiendas y desaparecieron silenciosos
Yo esto lo he leído. Sucedía en 'Un mundo vacío', una novela de John Christopher, ciencia ficción setentera. Surge una extraña enfermedad en Calcuta y comienza a extenderse por el planeta. En una pequeña ciudad de Inglaterra, un profesor de Biología combate el miedo y los rumores explicándoles a sus alumnos adolescentes lo que parece estar ocurriendo: la enfermedad afecta de algún modo a la memoria de las células y hace que la gente envejezca a gran velocidad y muera. La plaga viaja imparable, el profesor cae enfermo. Nunca hay peor suerte que la del personaje incidental. La epidemia se abre paso por el mundo. Poderosa e indiferente, lo vacía. Lo detiene. El primer ministro habla por televisión. La situación es trágica, dice, pero todos los recursos médicos de la humanidad se concentran en buscar una cura. La ciencia, que tantas aflicciones ha remediado, no fracasará. No se escatimará el esfuerzo o el gasto. Gran Bretaña, el país de Fleming, pero también el de Churchill, hará su plena contribución a la tarea común.
La imagen se ha multiplicado por las redes, los periódicos y las televisiones. Es una casa de vecindad en Milán. Los vecinos, llamativamente jóvenes y animados, han salido a un gran patio interior. Cada uno frente a su puerta, mantienen las distancias y cantan 'Il mondo', el tema de Jimmy Fontana, mientras se graban con los móviles. Fue el primer día de confinamiento en Italia. Y en torno a mí giraba el mundo como siempre. Gira el mundo, gira en el espacio infinito. El mundo no se ha parado ni un momento.
Lo que había pasado en China comenzamos a entenderlo cuando ocurrió en Italia. Fue una cuestión de inercia: la costumbre de entender que lo que sucede en China es incomprensible. No se trata de la distancia. Habríamos entendido antes lo que pasa en Los Ángeles que lo que pasa en Tirana. La distancia en nuestro mundo es un asunto relativo. Después de que más de cincuenta millones de personas fuesen confinadas en Wuhan y Hubei, nosotros entendimos que todavía estaba ocurriendo algo realmente serio cuando comenzaron a cerrar los bazares chinos en la ciudad.
La alerta saltó con un puñado de comerciantes chinos cerrando sus pequeñas tiendas de horarios infinitos que no conocen los festivos y acogen en su interior un caos ordenado en el que puede encontrarse cualquier cosa. Por ejemplo, sombreros graciosos, barbas de leprechaun y adornos con forma de trébol para una fiesta de San Patricio. «¿Saint Patrick?», te preguntará el comerciante chino, entendiendo no se sabe cómo tu descripción de una fiesta irlandesa con cerveza. Y te guiará instantáneo por pasillos estrechos e interminables.
En realidad, lo que estaba ocurriendo en Italia lo entendimos cuando nuestros comerciantes chinos cerraron sus tiendas y desaparecieron silenciosos, esta vez avanzando solos por pasillos invisibles y premonitorios, mientras el resto de la ciudad seguía en marcha.
El pulso de nuestro mundo, las ondas de presión de la vida humana sobre el planeta, se refleja en esas webs que detallan el trafico aéreo en tiempo real. Aparece en ellas un mapa de la superficie terrestre cubierto de pequeños aviones amarillos que se agrupan y ordenan multitudinarios, trazando rutas de vuelo con una especie de orden eusocial, frenético, de termitero. Basta pulsar sobre uno para que el símbolo se convierta en una unidad plena de sentido: Air France, Detroit-París; United Airlines, Newark-Tel Aviv; Condor, Varadero-Frankfurt. Entonces casi puedes ver el interior de cada avión y detectar su energía, intuir a los pasajeros, que se dividen siempre entre triunfadores y fugitivos, teniendo en cuenta que entre ambas categorías hay otra más numerosa, la de quienes no son ninguna de las dos cosas siendo ambas a la vez. Cada vuelo es una transacción, lo es literalmente: una acción que va de un lado a otro. Cada vuelo es una transacción que lleva en su interior una pequeña multitud de transacciones: negocios, vacaciones, migraciones, estudios, giras, romances, duelos, reencuentros. Viaja encapsulado en cada avión un muestrario efímero de lo humano. En el mundo volaban cada día del año una media de más de cien mil aviones. El 13 de marzo de 2020 volaron 90.653 aviones comerciales y de mercancías. Un mes después, la cifra era un 76% menor. Desaparecieron casi setenta mil aviones del cielo.
El 9 de marzo se suspendieron las celebraciones de San Patricio en Irlanda «Un golpe demoledor para la economía local», dijo el alcalde de Dublín. Más de medio millón de turistas llegan cada año a la ciudad. Dos días después se anunció la suspensión de los desfiles de San Patricio en Chicago, Boston y Nueva York. Por primera vez en doscientos cincuenta años Nueva York no celebraba San Patricio de acuerdo a lo planeado. En el informativo de una televisión estadounidense que apareció por casualidad en la pantalla entrevistaban a Neil Cosgrove, que preside la Ancient Order of Hibernians y tiene el aspecto sonrosado, rollizo y bonachón de un 'sheriff' de telefilme. Es el guardián de las esencias irlandesas y hablaba muy en serio. El mundo es un lugar lleno de esencias particulares custodiadas por gente de lo más común. El mundo es también un caos con más de siete mil millones de habitantes en el que tú volverás a encontrarte con Neil Cosgrove. Será cuatro meses más tarde, cuando, en pleno auge del movimiento 'Black Lives Matter', aparezca en la prensa el sonrosado 'sheriff' irlandés denunciando la comercialización de unas camisetas con un lema al parecer ofensivo contra su cultura: «Los hígados irlandeses importan».
15 de marzo. El aire en la calle parece pesar más. Como si tuviera de pronto una composición más grave. La ausencia de sonido atruena. Es curioso: el silencio es un estruendo. Ayudan mucho los pájaros, que parecen estar celebrando una victoria. El cielo se ha transformado en un fondo ultra de pájaros. Al final es así, festejándolo, como los pájaros supervisan «cada ciudad infectada de gripe». No hay nadie en la calle porque además es domingo y todo está cerrado. La vida se ha trasladado a las ventanas. Se vive una extraña actividad en los balcones. ¿Pero cuánto puede durar el ánimo, el orden, el abastecimiento en un mundo detenido y amenazado por la enfermedad? Aunque nos cueste mantener la moral en pie, unidos resistiremos los golpes de la pandemia, jamás nos rendiremos y venceremos. Lo ha dicho el primer ministro, sonando a Churchill. No hay noticias de Fleming. De vez en cuando, una sirena hace añicos el silencio en la ciudad y funciona como un recordatorio del resuelto vacío en el que nos hemos hundido. «Se ha parado el mundo», escribes en el cuadro de texto que se abre en la pantalla del móvil. Y envías un mensaje que, al instante, recorre el mundo.
En la novela setentera de John Cristopher, un adolescente huérfano y espabilado llamado Neil Miller era el único que resistía a la infección. Tenía por tanto el mundo a su disposición, lo que resultaba aterrador pero también incitante. El chico decidía viajar hasta Londres para averiguar si alguien más había sobrevivido a la plaga y aprendía a manejar un coche por sus propios medios, algo que es más sencillo si tienes todos los coches a tu disposición y ningún policía vigilando. Cuando al fin llegaba a la gran capital, descubría que la devastación era enorme, pero la ciudad estaba intacta, serena, bellísima, más inmensa aún cuando nada parecía moverse en ella.
Las cámaras emitiendo desde los lugares más icónicos del planeta: Times Square, Plaza Navona, el Zócalo, Picadilly Circus, Sacre Coeur, Avenida Corrientes, Paseo de Gracia… Lugares en los que siempre hay gente, mucha gente, toda la gente del mundo. Los fotógrafos aprovechando la ocasión para salir por primera vez en sus vidas a fotografiar una ausencia. Grand Station sin un alma, el Tiergarten desierto, la Gran Vía completamente vacía… Las imágenes parecen falsas, generadas por ordenador para alguna superproducción apocalíptica. El mundo sin gente es un imponente mausoleo. Los drones sobrevuelan las ciudades y graban calles y calles sin más presencia humana que algún coche de policía. Pero la irrealidad adquiere en realidad su exacta dimensión cuando te asomas a tu ventana y ves tu calle sola y detenida, exacta a sí misma pero del todo diferente. Se parece al miedo esa sensación fugaz: no reconocer la que te resulta más conocida de todas cuantas calles existen en el mundo.
Un mensaje recorre el mundo de vuelta e ilumina la pantalla del móvil con una repentina certeza pendenciera: se nos puede exterminar pero no vencer. «¿Que se ha parado el mundo? ¿Que el mundo ya no gira en el spazio senza fine? ¿Seguro? Vaya, eso es malo. Con el frenazo, los océanos se desplazarán hacia los polos, ocasionando un desastre submarino de primer orden mientras las cosas se desertizan alrededor del ecuador terrestre. Y es peor lo de la presión atmosférica. Solo va a ser compatible con la vida en las latitudes medias. Podríamos mirarlo, pero no merece la pena. Lo digo por el sol. Imagina la ruleta de casino en la que acabas de apostar todo tu dinero girando cada vez a menor velocidad. Así se para el mundo. Si la parada total nos pilla mirando al sol vamos a achicharrarnos en un día perpetuo. Si nos pilla en cambio de espaldas al sol, tampoco hay suerte: congelación en la oscuridad más inimaginable. La única opción será vivir en alguna de las franjas del planeta en las que el sol siempre esté a una altura tolerable, favoreciendo un amanecer o atardecer constante. Muy melancólico. Pasando a lo urgente, ¿tú crees que la NBA va a suspenderse porque diese positivo el pívot ese, Rudy Gobert? ¿En serio? ¿Pararse? ¿La NBA?»