La fotografía
LA SEPARACIÓN FORZADA ·
El amor contenido en un marco. Los enviaba a su piso del sur. Porque pensaba que allí estarían mejor. Por el sol y la tranquilidad. Por la libertad. Porque no podía ocuparse de otra forma de ellos. Eso se decía...cristina maruri
Sábado, 13 de marzo 2021, 01:07
Se le partía el corazón. Viéndolos allí en la cola de facturación. Con aquel maletón a cuadros que parecía de posguerra. Pero eso era lo de menos, porque lo de más era la batalla que en su conciencia se libraba. No podía hacer otra cosa se decía. En el pueblo ya no podrían seguir solos. Vergüenza había sentido al recibir la llamada de una vecina que le alertaba de que su madre iba sucia y que parecían desnutridos. Pero en Madrid tampoco se podían quedar. En su casa ni hablar. Bastante tenía con un marido que no sabía conjugar la palabra compasión y un par de hijos, adolescentes hormonados, que rezumaban egoísmo al igual que perfume del caro. Dicen que no se enseña a ser padres cuando se tienen hijos. Pero Helena, mientras intentaba colocar un rizo rebelde a su madre, sospechaba que ni a los hijos a convertirse súbitamente en padres. No tenía escapatoria. Porque no quería enviarlos a una residencia. A pesar del maléfico e incurable Alzheimer de su madre, estaba segura de que se daría cuenta. De que se deterioraría rápidamente en una jaula por muy dorada que fuera. Y de que su valiente y trabajador padre, ahora consumido por la pena de ver al amor de su vida errante, en un limbo del que nadie sabía hacerla volver; también sufriría. Acostumbrado al aire libre, al campo. A cortar lechugas para la ensalada y a pelar manzanas que él mismo recogía.
Cómo había pasado la vida; pensaba. Como una película. De la que solo quedaban trazos en la memoria y en el corazón. El resto se lo había llevado la premura, el trabajo, las desilusiones; y la poca conciencia de nuestra insignificancia y volatilidad. Una foto más antes de embarcar. Con el móvil. Dos pajarillos con gorra y gorro. Con aquel artefacto llamado mascarilla, que apenas dejaba respirar. Los enviaba a su piso del sur. Porque pensaba que allí estarían mejor. Por el sol y la tranquilidad. Por la libertad. Porque no podía ocuparse de otra forma de ellos. Todo lo había preparado. Para que nada les faltara salvo su compañía. Eso se decía, mientras sentía el estómago apretado como una faja y retenía las ganas de vomitar. De las de llorar se encargaba la garganta, aunque esta presa fue más débil y se rompió en cuanto se sentó. Cuando frente al volante contempló la fotografía de sus desvalidos y desprotegidos padres; ahora de nuevo completamente solos.
A pesar de haberlo preparado todo, de tratar de convencerse de que hacía lo mejor, nada podía evitar que le invadiera una profunda sensación de culpa y otra intensa de hartazgo; de intención de mandarlo todo a la mierda. Su trabajo, su marido y sus hijos; cuadrilla de egocéntricos. Sí; su alma estallaba en rebelión porque algo le decía que su lugar no estaba en Madrid, poniendo lavadoras y friendo patatas para tres tripas rotas. Sino en Estepona paseando con sus padres por la senda litoral a la búsqueda del atardecer, o sentados en un banquito de su casco histórico, rodeados de mil macetas y comiéndose un helado.
Hubo de hacer un fuerte ejercicio de madurez para cerrar la foto y abrir el teléfono. El taxi, la señora que les atendería, el centro al que su madre asistiría. De un día para otro habría de vivir sus vidas para que ellos pudieran seguir haciéndolo. No pudo dormir aquella noche hasta saberlos sanos y salvos. Ni a la mañana siguiente dejar de viajar continuamente, porque su padre todo necesitaba y su madre, angelito, de nada se enteraba.
Así que la primera bronca no se demoró, porque según Pablo, su marido, ya estaba bien de ocuparse de quienes nunca habían hecho nada por ellos. Y también riñó con sus hijos, siempre ávidos de dinero y libertad. Coño, pensó; lo mismo que yo. Pero sin embargo Helena, a nadie nada contar podía. Solo aguantarse. Calmar ánimos y seguir por un camino repleto de piedras, mientras a sus padres les tejía un nido por el que no pudiera colarse el frío.
Y así fue durante todas las semanas de docenas y decenas de llamadas. Aprendería muchas cosas Helena en aquel tiempo de estrés elevado a la máxima potencia. A perdonar y a comprender, a doctorarse en paciencia. A saborear. A valorar el tener, a obviar el desear y a contar con el perder.
Mientras, se cerraban todas las puertas de la libertad, porque se abrían las rejas del confinamiento. Encerrados como el ganado. Aunque se sentía aliviada cuando miraba por la ventana y pensaba que al menos sus padres verían el mar y no las vías interminables de un tren a ninguna parte, porque, como ella, estaba varado. Se sentía aliviada porque no caerían como moscas, como reses en un matadero, extrañando su cama y con extraños alrededor. Se sentía aliviada porque continuaban bien atendidos. Había elegido a una persona de buen corazón, y esa es la elección que nunca falla.
Solo hojas que empezaban a caer
Pero también se sentía intranquila; nadie podía sustituirla en responsabilidad y amor. Por eso su nerviosismo iba 'in crescendo'. Como la penumbra de la situación que se adentraba en un túnel del que no se veía el final. Caminar y caminar de familias troceadas y apartadas, asoladas y en soledad; porque nada se conocía de aquella plaga de Egipto invisible y mortal. Porque lo único que se había descubierto era la incapacidad de los gobiernos y de las organizaciones para organizarse, para dar ejemplo y pensar en algo o alguien que no fueran ellos mismos y sus poltronas. Porque quedaba al descubierto el desconcierto de la mayoría de la sociedad y el abuso e insolidaridad de una minoría indecentemente culpable. Nada de todo aquello era entendido por Helena, pero tampoco significaba apenas nada. Cuando la pugna que libraba su corazón arreciaba tras la reclusión. Tal vez no estaba haciendo lo correcto. Quizá cuando todo terminara debería saltarse sus propios límites y plantarse frente a su puerta, para terminar con su angustia y la inmerecida soledad de quienes todo le habían dado.
Trataba de compensarlo con múltiples videollamadas. Nunca había sido amiga de la tecnología, pero ahora no hacía sino dar gracias por ella. Su bendito cordón umbilical. La cola de su cometa. La cinta de su pamela. Las cuerdas que sostenían sus frágiles marionetas. Y así los veía. A su madre, sentadita en el sofá. A su madre, que ya no le conocía o no quería hacerlo. Tal vez no fuera su cruel enfermedad y solo se tratase de venganza. Por haberla dejado sin caricias. Por negarle un abrazo y mil cariños. Por eso no miraba la pantalla, por eso bajaba la cara. Y así los encontraba. A su padre, con la sonrisa borrada. El que tanto cantó y alegró. El que exhibió fuerza como Sansón. Ahora parecía un fantasma. Una fotocopia desdibujada del hombre que fue, al que un ladrón le había robado el color.
Helena seguía cambiando. Como las nubes grises que corrían el cielo porque se aproximaba lluvia. Ya no hallaba en su vida primavera, ni verano, solamente hojas que empezaban a caer. Y no era una alegoría. Era el estrés, las preocupaciones y la menopausia, que, aliados con el cataclismo reinante, le habían causado alopecia. Pero quién iba a preocuparse por eso, si tenía que freír hamburguesas para la cena y apresurarse a recoger la ropa. Sin embargo, todo todito lo dejó, porque el teléfono sonó. No podía entender a su padre roto de dolor, puros monosílabos en grito. Estallaban sin ningún tipo de contemplación el sufrimiento, la impotencia y el miedo. Su madre yacía en el suelo y no se quería levantar. Él no sabía cómo hacerlo ni tenía a quién recurrir, y el hilo de la cometa del que tiró le llevó hasta Madrid.
Solo tenemos un único consuelo para ese salto que todos hemos de dar: el amor de nuestros seres queridos colocándonos las alas para nuestra partida
Fue una imagen que Helena no deseó haber visto nunca. Para no tener que recordarla. Cuando a los que tanto amaba ya no les quedaba nada, más que respiración, soledad y dolor. Y eso solo era la punta de un iceberg que día tras día se derretía. Al igual que se deshacían sus vidas como el azucarillo de un café. Aquella soledad, aquel distanciamiento, aquel encerramiento. Aquella perra vida que todos vivían. Y eso que Helena solo suponía, porque nada más veía que la fotografía con un marco vestida, apoyada en la mesilla antes de dormir.
Ya que su padre para no herirla no le contaba. Aquello sí que eran noches en tenebrosa amargura. Sin moverse en la cama para que su mujer descansara. Lo que nunca paraba era su cabeza; de dar vueltas. Tratando de encontrar remedio para la espantosa enfermedad. Porque si no luchaba contra ella, si no mantenía encendida la llama; ambos morirían. Y así con todos los pesos, Jacinto tiraba del carro más pesado de su vida. Ruedas que le ayudaban a mover Helena y una virgencita redondita que llevaba pegadita al corazón. Y que frotaba cuando no podía dar un paso más y la vida le obligaba a hincar en el suelo las rodillas.
¡Puta vida! Jacinto en alto se quejaba, cuando alguna pequeña fuerza le sobraba. Aunque la mayoría de las veces lo que hacía era penar y arrastrar una gran bola con cadenas que mantenía amarrada a sus tobillos. En eso se había convertido su mujer, de la que tiraba desde la noche hasta la mañana. Aunque lo hiciera con tanto amor y dignidad, que nadie que provisto de catalejo les observara, podría hacerlo sin empañar sus ojos ante el empujón insistente de las lágrimas. Era tanto el amor y la ternura que despertaban, que habrían de almacenarse y lanzarse por el mundo para fumigar la maldad. Embotellarse para curar cualquier enfermedad ¡Ay si el amor pudiera gobernar! ¡Ay si la plenitud de nuestra existencia gozara de inmunidad!
Pero las historias de nuestras vidas que corren diferentes, inevitablemente se igualan al final. Acabamos siendo polvos en el mar o huesos en alguna oscura, estrecha y rectangular caja de metal. Siempre será terrorífico asomarse al abismo del más allá, del «no saber qué habrá». Y solo tenemos un único consuelo para ese salto que todos hemos de dar: el amor de nuestros seres queridos colocándonos las alas para nuestra partida. Nuestra última fotografía. Gozar de su compañía en tales momentos es un deseo que se debe entender, atender y respetar. Un precepto que toda ley debe garantizar. Un derecho que a ningún ser humano, bajo ningún pandémico pretexto, se le debería negar.