Épica ligera
CUIDAR DE MI MADRE ·
Media pandemia entre desvelos. El día de su marcha, a punto de recuperar la intimidad de mi casa, la libertad de poder salir o entrar cuando quisiera y el gobierno de mi tiempo, encontré su camisón bajo la almohada...El 28 de diciembre de 2019, mi madre se resbaló en la calle, debido probablemente a las heladas que aquellos días congelaban el aliento, y se rompió la tibia y el peroné. La operaron en el hospital de Galdakao. Debía de haber pocas intervenciones programadas aquellos días navideños porque los pasillos estaban vacíos. En Nochevieja, le dieron el alta, y mi madre, que vive sola, se instaló en la casa de la única hija que tiene, es decir, en mi casa. El cuarto en el que yo trabajaba pasó a ser su dormitorio y, sin darnos cuenta, establecimos rutinas: las duchas compartidas, aperitivos en el balcón cuando la temperatura lo permitía, bizcochos, películas y programas de televisión. Mi madre no padecía dolores, así que salíamos un poco a la calle. Yo empujaba la silla de ruedas, ella saludaba a sus conocidos, nos sentábamos en alguna terraza y vuelta a casa. No podía dejarla sola. Una tarde, en enero, vimos en el telediario una imagen que me produjo escalofríos: los vecinos de una ciudad china llamada Wuhan salían a las ventanas a cantar para darse ánimos. Habían sido confinados en sus casas. Traté de imaginar, por un momento, que nosotras tuviéramos que enfrentar una situación tan terrorífica como esa, pero aparté pronto esa idea de mis pensamientos porque resultaba demasiado angustiosa. Mi madre comenzó a mejorar y aunque no se apañaba bien con las muletas sí conseguimos dar paseos por el descansillo de mi piso. Recorríamos aquellos pocos metros varias veces, en silencio casi siempre, y en más de una ocasión sobresaltamos a alguno de nuestros vecinos, que no esperaba al abrir la puerta de su casa toparse con nuestras sigilosas presencias. Debíamos de recordar a aquellas gemelas inquietantes que se aparecían en los pasillos del hotel de 'El resplandor'.
Llegamos a salir algún día a la calle sin la silla de ruedas y sin las muletas: mi madre se apoyaba en mi brazo y, poco a poco, alcanzábamos el centro de Llodio. Ella ya planeaba volver a su casa, retomar sus quehaceres. Los miércoles y los jueves por la tarde, cuando no me quedaba más remedio que ir a Bilbao para trabajar, venía a casa Lola, una mujer divertida y atenta, que terminó aficionándose a la serie 'Acacias 38', que era lo que mi madre siempre quería ver por las tardes. Yo misma terminé por controlar el argumento. Cuando dejaba a Lola en casa, me montaba en el tren agradecida de poder alejarme un poco de los sesenta metros cuadrados que mide mi piso y, aunque debía seguir estando muy atenta al teléfono móvil, agradecía también el cambio de escenario.
Yo iba de la cocina a la cama de mi madre, y de la cama de mi madre, a la mía. Mi humor se ensombreció
Las cosas iban bien, la recuperación parecía completarse. Sin embargo, una noche de febrero, mi madre me despertó con un grito de pánico. Durante unos segundos, los que tardé en levantarme y recorrer el pasillo, temí que hubiera una rata o una araña en la habitación. Se encontraba mal, había empezado a vomitar y decía estar muy mareada. Llamé al 112 y pronto llegó el médico de Urgencias: que eran vértigos, que le iba a poner una inyección con la que seguramente mejoraría, pero que si veía que en una hora no se encontraba mejor, tendría que ir al hospital. Así fue como, de madrugada, estábamos en un box de Galdakao donde confirmaron el diagnóstico. Los médicos nos dijeron que no la iban a ingresar porque en casa adelantábamos exactamente lo mismo. La ambulancia tardaría, nos dijeron, así que me eché en el suelo, sobre mi abrigo, para tratar descansar. Al poco, escuché la voz de un hombre que parecía ya anciano. De madrugada, en un hospital, las conversaciones ajenas resuenan con la intensidad de lo autobiográfico: el desconocido le explicaba a una enfermera que se ahogaba, que tenía algo de fiebre y tos seca. Pasados unos minutos, llegó uno de sus hijos. El hombre le pidió que fuera encargándose de arreglar todos los papeles, que lo quería dejar todo preparado. El hijo le decía que se dejara de chaladuras. Me he preguntado muchas veces si aquel anciano saldría adelante. Nos estábamos metiendo en la boca del lobo.
Las siguientes semanas fueron duras: mi madre no mejoraba, seguía mareada, apenas comía y comenzaba a desesperarse y a pensar que no tenía solución. Yo iba de la cocina a la cama de mi madre, y de la cama de mi madre, a la mía. Mi humor se ensombreció, acusaba el cansancio y la angustia acumulada. El 14 de marzo, cuando se declaró el estado de alarma y se ordenó el confinamiento de la población, yo ya llevaba tiempo confinada. Siempre que sucede algo importante en mi vida, me pilla mirando hacia otro lado o, sencillamente, en otro lugar. En esta ocasión, mi inquietud principal era la enfermedad de mi madre. Por supuesto, la pandemia, con su coreografía tétrica, con sus datos escalofriantes, con sus interrogantes oceánicas, me asustó como solo asusta lo que no se conoce. Recuerdo que la imagen de los cadáveres en el Palacio de Hielo de Madrid y en aquel aparcamiento de Barcelona me quitaba el sueño. En lo hondo de la noche, todos temblábamos.
La realidad es un disolvente
En cualquier caso, la realidad es un disolvente. La primera vez que salí al balcón a aplaudir a las ocho de la tarde, recordé aquellas imágenes de los habitantes de Wuhan, que cantaban en las ventanas para infundirse ánimo y que tanto me impresionaron. La situación en la que estábamos era horrible, qué duda cabe, pero asustaba menos vivirla que imaginarla. De hecho, a los pocos días, me sorprendí a mí misma envuelta en prosaicas observaciones sobre el mobiliario de exterior de mis vecinos. Esa mesita blanca que tenían los de enfrente encajaría de maravilla en mi terraza, una terraza que fue volviéndose más hospitalaria a medida que avanzaba el encierro y desde la que pude observar cómo la primavera florecía, indiferente, y se me pasó por la cabeza la ridícula idea de que, acostumbrados como hemos estado a mandar sobre la naturaleza, la naturaleza nos extrañaría. Me gustaba salir a aplaudir a las ocho de la tarde a los sanitarios: se hacía necesario el contacto siquiera visual de otras personas. Mi madre también se sumaba cuando su estado de salud se lo permitía. Llegaron el 'Sobreviviré', las felicitaciones sonoras de Protección Civil a los niños, los desfiles de los camiones de bomberos, de los coches de policía y de las ambulancias. Las ocho de la tarde ventilaban mi encierro, cada vez más gravoso.
Me gustaba salir a aplaudir (...) Las ocho de la tarde ventilaban mi encierro, cada vez más gravoso
Mi madre y yo debimos de ser de las pocas personas que perdieron peso en el confinamiento: ella apenas comía y a mí la impotencia me quitaba las ganas de comer. Me afanaba igualmente en la cocina y, como medio Occidente, perfeccioné mi técnica repostera. En el supermercado, donde entraba como si penetrara en la atmósfera de otro planeta, casi con miedo a respirar, yo también me pertrechaba de levadura, por si acaso. Todo resultaba épico: hornear bizcochos, estar en el sofá, ver la televisión, las videollamadas. Mientras pasaban los días y nos convertíamos en héroes de la posverdad, traté de sacar adelante el trabajo que había logrado mantener y leí 'Las ilusiones perdidas' de Balzac. Me costaba escribir, la realidad se parecía demasiado a la ficción. Mi amigo Lorenzo Rodríguez Garrido organizó un cinefórum virtual, al que llamó La Cuarentena, que aún hoy celebramos semanalmente, y el cine clásico, como una bendición, se abrió paso en el pequeño salón de mi casa. Veíamos una película a la semana y la comentábamos los domingos a través del Zoom, una de esas plataformas que han pasado a formar parte de nuestra cotidianidad. Yo ya solo me pinto los labios cuando me conecto.
Al 2021 sigue sin gustarle los cosméticos. El cinefórum se inauguró con 'Lirios rotos', una delicadísima película muda, que fue diana de la que puede ser la crítica cinematográfica más despiadada y divertida que haya yo escuchado nunca. A mi madre la película no le gustó, y yo le dije que debía valorarla en su contexto: el cine acababa de nacer cuando D.W. Griffith rodó aquella maravilla; le expliqué que se acababan de cumplir ciento veinticinco años de la primera proyección de la historia: 'Salida de los obreros de la fábrica'. Mi madre asimiló el dato y contestó que si el cine tenía ciento veinticinco años, la película que habíamos visto tenía que tener ciento veintiséis. Me dio la risa, y ella, después de muchos meses de gesto sombrío, se rio al verme reír. Fue sanador: hacía mucho que no reíamos, tampoco llorábamos. Cuando nos calmamos, me dijo que creía que se encontraba un poco mejor y sentí una alegría incrédula. En efecto, poco a poco, fue mejorando: recuperó el apetito y el ánimo. Todo mejoró, de pronto, me pareció. Comenzamos a doblar la curva, la primavera calentaba los mediodías en el balcón, y, poco a poco, la gente recuperó la calle, los paseos.
Mi madre regresó a su casa en junio, cuando ya habíamos inaugurado 'la nueva normalidad'. El mismo día de su marcha, mientras quitaba las sábanas de la que había sido su cama para echarlas a lavar, y yo celebraba estar a punto de recuperar la intimidad de mi casa, la libertad de poder salir o entrar cuando quisiera y el gobierno de mi tiempo, encontré su camisón bajo la almohada. Lo tomé entre en mis manos y, sorprendida por una ternura que se me enredaba en la garganta, me senté al borden del colchón: la iba a echar mucho de menos.