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Conviviendo con el Covid

Mil millones de veces

Convivencia con una sanitaria ·

Yo estoy encerrado en mi comodidad primermundista. Y mientras tanto ella conduce cada día a una realidad a mil años luz de la que vivo yo y la mayoría de los ciudadanos. La suya sí que es una lucha épica

ÁLVARO ARBINA

Sábado, 13 de marzo 2021, 00:58

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Apagamos la luz. Ella se tumba y se queda muy quieta. Está a mi lado y la oigo respirar. Inhala… exhala… Inhala… exhala...

Me detengo un momento a registrar su respiración. Primera respiración... Segunda respiración… Tercera respiración… Pasan los segundos y alcanzo la décima respiración. Más tarde cuento la vigésima. La quincuagésima. La sexagésima. Al aproximarme a setenta me oprime la ansiedad, es como contar ovejitas y alguno hasta podría conciliar el sueño, pero lo que siento dista mucho de dormirme. Los pulmones siguen ahí y no pueden parar. Nunca. Es su perpetua advertencia. A través del pecho, de la nariz, de la boca, nos avisan cada segundo de que siguen ahí.

Han pasado más de cinco minutos y ella respira por centésima vez.

Tras varias semanas de confinamiento, el hospital roza el colapso. Los albañiles han levantado muros en mitad de las habitaciones para multiplicar su capacidad. Plantas enteras de trauma, de consultas externas, han sido habilitadas para acoger a los enfermos.

Llega a casa agotada, apagada. Yo le pregunto por el día y me da con una versión reducida de la realidad

Yo no salgo de casa y lucho contra la apatía del encierro. Es una batalla psicológica, silenciosa, contra uno mismo. Puede ser cruel, pero no es una lucha grandiosa. Permanece en el territorio del bienestar, en el que se ha manejado nuestra sociedad las últimas décadas. El verdadero terror, la supervivencia pura, el acto de vivir puesto al desnudo sobre el tablero de juego, es algo que casi nunca experimentamos. Vivir es como el respirar, como el aire lleno de oxígeno, como la fuerza de la gravedad que nos hace andar y no flotar. No pensamos en ello. Uno no se tropieza con la muerte salvo en unas pocas ocasiones a lo largo de su vida. La ve de refilón, cuando enferma seriamente o cuando muere un ser querido. Percibe su estela de dolor, su aroma inclemente. Es la vida, decimos entonces. No se puede hacer nada.

Así que yo estoy encerrado en mi comodidad primermundista, con mis batallas primermundistas. Y mientras tanto ella conduce cada día a una realidad a mil años luz de la que vivo yo y la mayoría de los ciudadanos. La suya sí que es una lucha épica. Como la de un campo de batalla. La muerte campa a sus anchas por esos largos pasillos del hospital. Te asomas a una habitación y la ves. Vuelves a un enfermo boca abajo y ahí está. Le conectas al respirador y la sientes. Adquiere mil formas. Una persona dormida con mil tubos alrededor, conectada a monitores, mientras es masajeada en el pecho por varios sanitarios protegidos por EPIs, podría ser una de ellas.

Agotada, apagada

Mi mente divaga. Creo que han pasado unos quince minutos. La oigo respirar y calculo que llevara unas doscientas cincuenta inhalaciones.

Las jornadas la dejan agotada, apagada. Llega por la noche, mete la ropa en la lavadora, no me besa hasta salir de la ducha. Cenamos. Nos relajamos en el sofá. Yo le pregunto por el día y ella me responde con una versión extremadamente reducida de la realidad.

-Mucho lío. Ya sabes…

No. No sé. No tengo ni la más remota idea de lo que es. La cercanía no hace la experiencia. Puedes no ver las noticias, permanecer todo el día sumergido en tu trabajo, en las redes sociales, en WhatsApp, en vídeos de moda y cosmética, en videojuegos, en series, en libros de entretenimiento. Puedes salir del confinamiento sin saber lo que ha pasado, no tener ni idea de lo que ha sido esta pandemia. Podrías ser como aquel que vivió en una mansión a dos kilómetros de Auschwitz sin enterarse de lo que era un campo de concentración. Paradójicamente hoy en día, a pesar del enorme caudal de información a nuestro alcance, lo tenemos muy fácil. La vida pasa y la Historia pasa y nosotros lo tenemos muy fácil para no alzar la vista.

Veinticinco minutos. Unas cuatrocientas inhalaciones.

Ella nunca ha tenido problemas para hablar de su trabajo. Permanecer en Urgencias, en primera línea, ser el rostro y las palabras de acogida para los pacientes que llegan, no es tarea sencilla y a veces no apetece hablar de ello. Ella aún así lo hacía. A veces incluso nos reíamos. Sé que suena mal decirlo, pero ella me hablaba de algunas circunstancias y nos reíamos. Creo que el humor es una buena coraza para ciertas profesiones. Me hablaba de Charlie el Pirata, al que habían puesto apodo por ser uno de los habituales. Tenía un bigote de D'Artagnan y unos rizos negros y exuberantes de Capitán Garfio. Vivía en la calle. Iba cuando hacía frío y cuando necesitaba compañía. Nunca entorpecía las colas. Me acuerdo de él y de que la mayoría de los casos no eran urgentes. Esguinces. Dolores de garganta. Quemadura con la sartén. Muchos pensando que las tortícolis son meningitis, que las migrañas pueden ser signo de tumor cerebral. La hipocondría y Google con su anarquía de la información son las más comunes de las dolencias, me decía ella entre risas. Ellas son las que hacen cola en realidad. «Le hemos hecho una analítica. Un electrocardiograma. Una ecografía abdominal. Está sana como un roble, señora».

La muerte del patriarca gitano

Me hablaba de cuando murió el Vaca, el patriarca gitano. La familia organizó un alboroto histórico en la sala de espera. Las mujeres lloraban y los hombres gritaban y los niños correteaban y se arrastraban por el suelo. Aquel día llegaron enormes ramos y coronas de flores artificiales. Pronto Urgencias se convirtió en un invernadero. Todos querían ver al muerto, incluso Charli el Pirata, que también debía estar por allí y se unió a la procesión imparable que irrumpía hacia boxes a través de las puertas.

Han pasado unos cuarenta minutos. Seiscientas inhalaciones.

Ahora ya no me cuenta nada. Casi siempre está callada. A veces el silencio es peor que el más preciso de los relatos. La imaginación tiene en el silencio a un alimento estrella. Durante las últimas semanas, sólo la he visto explosionar una vez. Habíamos hablado por video-llamada con unos amigos. Varios afirmaron no querer vacunarse cuando llegara el momento. Aún era demasiado pronto para saber ni decidir nada, ni siquiera los científicos más avezados del planeta estaban en condiciones de hacerlo. Pero ellos hablaron con la inmodestia y la ligereza de quien opina en su casa sobre política o sobre la vida pública de los famosos. Se mostraron muy seguros. Dijeron que se estaba corriendo demasiado, que a saber que químicos nos iban a introducir. Dijeron todo lo que decía medio mundo en aquellos tiempos. Soltaron tópicos. Hablaron de vacunas pero bien podrían haber hablado sobre el periodo de apareamiento de los macacos indios o sobre la indeterminación cuántica o sobre la teoría de la relatividad.

Es algo que todos hacemos. Todos tenemos derecho a dar nuestra opinión. Intento pensar en mí y me doy cuenta de que la ignorancia me sale continuamente por la boca, sobre todo en la intimidad o en el sofá de casa. Me alivia, me desahoga, me hace sentir bien. La ignorancia no chirría entre ignorantes. Pero puede hacer daño en los oídos de ese vacunólogo, o biólogo especializado en primates, o físico cuántico, que ha dedicado su vida a estudiar sobre aquello de lo hablas.

Durante la video-llamada ella no dijo nada, estuvo callada. Pero al colgar me lo soltó. Me dijo que nadie piensa en lo que hay tras, por ejemplo, un simple y cotidiano análisis de sangre. Me dijo que todos hablamos de PCRs, o de test rápidos, o de vacunas, y no pensamos en la grandiosa historia oculta tras estas palabras, tan redichas y frecuentadas que hasta su significado se ha vulgarizado. Me dijo que para un simple diagnostico de PCR, se necesitaron décadas de investigación genética y microbiológica. No habría sido posible sin el hallazgo del primer virus conocido en 1899, ni sin el descubrimiento de la estructura del ADN en los sesenta, ni sin el estudio del comportamiento al calor de la enzima polimerasa.

Tampoco sin el desarrollo de la ingeniería molecular que nos permite amplificar fragmentos genéticos. No habría sido posible sin muchísimas cosas. De hecho, me aclaró, la existencia de la reacción en cadena de la polimerasa (PCR) es un milagro. Tras este análisis cuyo resultado nos comunicaban en pocas horas (como si fuera un pedido de comida rápida), se escondía una mayúscula sucesión de descubrimientos a lo largo de las décadas, una historia espectacular que ignoramos, y que damos por hecho, y que consideramos tan natural como el respirar, y que exigimos sin pensar, desde esa terrible pandemia nuestra que es el desconocimiento.

Los aplausos

Y entonces ella se calló y empezaron los aplausos en las terrazas. Nos quedamos callados. Afuera la vida despertaba. Era un momento saludable, alegre y feliz. Ponían música. Las familias bailaban con sus hijos. La humanidad fluía por las calles, a través de las ventanas. Se respiraba esperanza, fe en la especie humana. El esfuerzo de la sociedad estaba siendo mayúsculo. Era un momento festivo que todos merecíamos. Ella tenía lágrimas en los ojos y entonces me dijo que se sentía sola.

Una hora. La oigo respirar a mi lado. Creo que llevará unas mil respiraciones.

He hecho cálculos. Cuando amanezca serán ocho mil. Cuando nuestros hijos vayan al colegio serán cien millones de respiraciones. Cuando nos hagan abuelos serán cuatrocientos millones. Para cuando muramos serán más de mil millones.

Pienso en esas frágiles bolsas de pleura, maltrechas y venosas, que se desinflarían ante el empujoncito de un alfiler, pero que siguen ahí. Inhalando. Exhalando.

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