El placer de hacer cola
El Piscolabis ·
Jon Uriarte
Sábado, 29 de diciembre 2018, 00:40
Odio hacer cola. Otros tienen fobia a los espacios cerrados o a las alturas. Algunos la tenemos a ponernos en fila camino de un destino ... que parece no llegar y que acaba desesperando. Es así y me temo que no cambiaremos. Al menos yo. Salvo el jueves. Hay días en que tus principios saltan por los aires ante un hecho inesperado. Dudaba en la víspera de que los socios y las socias del Athletic desafiaran al frío y se encaminaran hacia Ibaigane al día siguiente. Por eso, al girar desde Ajuriaguerra y llegar a la altura de Alameda de Mazarredo el impacto fue total. Cola para votar. Vivir para ver. Tras la campaña más triste que uno recuerde y con el ánimo por los suelos en lo deportivo, era lo último que podía imaginar. Pero allí estaba. Haciendo cola. Y por una vez, me sentí feliz.
Quienes no son de este club y, sobre todo, quienes creen que pagar un carnet de un equipo de fútbol es la mayor estupidez desde que Caín le arreó con la piedra a Abel creerán que este es otro artículo de zumbados del balón. Pero no. O sí, pero lleva algo más. Una reflexión. Con frecuencia se nos olvida el valor de la democracia. Poder depositar en una urna un deseo, una queja o un enfado. Porque de todo hay en una votación, sea política o deportiva. Además, tampoco hay mucha diferencia en este mundo donde lo político lo invade todo. Y no deja de ser un valor del que mucha gente, demasiada, jamás podrá disfrutar. Veía en esa fila a uno de esos hombres que vivieron tiempos en que solo podías votar en casa entre comer sopa o dejarla para la cena. Años grises que creemos demasiado lejanos, pero que no lo son tanto. Y vi que se mantenían firmes. Hablo en plural porque le acompañaba una mujer. Desconozco si era su pareja o su hermana, porque guardaban un cierto parecido. Lo único claro es que ambos iban a votar. Pese a que quedaba un mundo para llegar a la entrada del palacio y sede del club y otro tanto para llegar hasta las urnas, ambos llevaban el DNI y el carnet de socio en la mano. Si en algún momento había pensado en largarme de esa fila y acodarme en la barra más cercana a tomar un café reparador, se diluyó para siempre. Sí, es cierto que se trataba de unas elecciones para la presidencia de un club deportivo y no para dirigir un país. Pero la liturgia es la misma. Y la pareja lo sabía. Hay actos que exigen seriedad y respeto. Votar es uno de ellos. Total que miré a mi primo, que seguía perplejo ante la cola que nos estábamos chupando, y decidí no consultar el reloj. Quizá por ello, me pareció breve.
-La próxima vez hay que votar en San Mamés-gritaba un socio a uno de los candidatos que asentía pensando en que el ser humano puede ser imprevisible. Que puede estar bajo de moral y enfadado con su equipo y, pese a todo, tirarse veinte minutos para lograr introducir un sobre en una urna. Así lo hicieron las 19.340 personas que votaron el jueves en la sede del Athletic Club. Menos que otras veces. Y sin embargo me parecen legión. Porque algo me dice que todos, salvo los muy cercanos a los candidatos o los más vehementes, dudaron esa mañana sobre qué hacer. No solo a quién votar, sino el hecho de hacerlo. Al menos en los círculos familiares y de amistades que frecuento la duda existió. Solo a última hora y con menos pasión que Robinson Crusoe celebrando la cena de empresa, pillaron el abrigo y se lanzaron a la calle. Pero ese resorte es, precisamente, el que me sorprende. Entiendo bien a quienes se quedaron en casa en esta y en otras elecciones. El desapego es más letal que el enfado. Pero el día salió con cielo abierto y el frío se convirtió en calor sobre las aceras de Mazarredo y una calle de Ajuriaguerra que jamás había visto algo igual. La cola llegaba hasta Heros y más allá. Solo unas horas, pero lo justo para acabar inmortalizada en una foto que nos confirma que en lo de prever las reacciones y el comportamiento del ser humano en un proceso electoral es más difícil que entender el Big Bang o la Teoría de cuerdas. Nadie intuyó ni de refilón la afluencia de votantes de ese día. Así me lo confesaron los periodistas, sociólogos y demás expertos en estos asuntos bajo las carpas instaladas. Ahora habrá alguno que lo explique como si ya lo hubiera previsto y los demás seamos tontos, pero el jueves las caras eran de sorpresa. Incluida la mía que también reflejó horas más tarde otra duda. La que se refiere a los votos en blanco.
Entre blancos y nulos creo que hubo 879. Conozco a alguien que votó con una papeleta blanca para demostrar su desacuerdo con ambas candidaturas. Así nos lo hizo saber, puesto que ya lo había divulgado en los mentideros athleticzales. Y lo cierto es que no deja de tener su aquél. Una persona que se levanta, se ducha, se viste y emplea una puñado de horas en acercarse a una mesa electoral para subrayar y dejar patente su enfado o desilusión. Imagino que tanto el vencedor, Elizegi, como el derrotado, Uribe-Echevarria, estarán dándole vueltas al resultado. Y que se la jugaron en 85 votos. Hay txokos en Bilbao con más socios. Por eso, los 897 deberían hacerles pensar. Y también el 53,3% que no votó. Más de la mitad de las personas que podían hacerlo. A ellos, que me consta que son buena gente, y a toda persona que se presenta a un cargo y no logra conectar con la ciudadanía. Porque, gane quien gane, la abstención es un sopapo en toda la cara. Solo hay algo peor que descubrir que te odian. Saber que te ignoran. Cierto que hay quien se queja de todo y cuando toca opinar o hacer mira al tendido y se cruza de brazos. Pero no todos los que se quedan en casa son así. Piénsenlo. Yo lo hice en esa cola. Y por eso me alegré de que fuera tan larga. Viene a ser mucho más que una fila. Es el tren de la esperanza. Va sumando y perdiendo vagones según pasan los años y las estaciones. Pero sigue su marcha. Buscando un destino común al final de la vía. Por eso fui feliz, haciendo cola, por una vez en la vida.
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