Milagros entre el barro: el día que tres bebés vencieron a la dana
La esperanza llegó a las casas de Gestalgar, Silla y Picanya con el nacimiento de tres bebés durante los días oscuros de la catástrofe
Rosana Ferrando
Valencia
Miércoles, 29 de octubre 2025, 10:44
En medio del caos, nacieron tres bebés. Pudo ser una tragedia, pero fue un milagro. Tres mujeres dieron a luz los días 29, 30 y ... 31. En Gestalgar, María Ángeles y Judith salieron a contrarreloj antes de que el pueblo quedara incomunicado; en Silla, Raquel dio a luz en un ambulatorio porque llegar al hospital era imposible; y en Picaña, Glòria llegó cubierta de barro tras ver su casa inundada. Tres lugares distintos, la misma tormenta.
Sus hijos, Pau, Roc y Balma, nacieron en medio de la catástrofe. Tres nombres que hoy suenan a resistencia y esperanza. Cada parto fue un desafío, una carrera contra el agua, una demostración de que incluso en los días más oscuros la vida se abre paso.
Podrían haber sido historias tristes, pero la suerte, la solidaridad y el amor cambiaron el desenlace. Donde hubo miedo, ahora hay anécdotas. Donde hubo barro, hay risas. Y donde todo se inundó, hoy crecen tres niños que llegaron al mundo bajo la lluvia.
Pau, el regalo para Gestalgar el día de la riada
Gestalgar amaneció el 29 de octubre de 2024 bajo una cortina incesante de agua. Por la tarde, las calles se convirtieron en arroyos, los accesos quedaron cortados, el río rugía detrás de las casas y la cobertura desapareció de los teléfonos. Pero antes de que ese caos llegara, cuando la lluvia aún parecía inofensiva, una mujer rompió aguas. Mientras el pueblo del interior valenciano se enfrentaba a una devastadora dana, una nueva vida llegó al mundo.
Los protagonistas de esta historia son Judith, María Ángeles y su pequeño Pau. «Cuando ella rompió aguas, la lluvia ya azotaba con fuerza la calle, estaba cayendo la de Dios», explica Judith, la mujer de la entonces parturienta. Era necesario trasladar a la embarazada de nueve meses al hospital de Valencia. Las carreteras ya empezaban a cubrirse de barro y desprendimientos. Las madres aprovecharon un momento de suerte, entre las once y las doce, cuando la lluvia dio un poco de tregua para partir hacia la capital. La llegada fue segura a pesar de las complicaciones que el temporal había provocado en la carretera.
El padre de la embarazada, después de dejarlas en el hospital, emprendió el regreso a Gestalgar. «Nos llamó y nos dijo: 'Esto está lleno de agua'. Paró el coche y se cortó la comunicación. No supimos nada de él hasta el día siguiente cuando apareció en el hospital con su otra hija», explica la abuela del niño y mujer del desaparecido. Durante muchas horas, la familia permaneció incomunicada. En el municipio no sabían el estado de María Ángeles, ni siquiera si el bebé había nacido. En el hospital no conocían el paradero del abuelo del niño, ni si el resto de la familia y los perros estaban a salvo. «Dio a luz sin saber si su padre había llegado al pueblo. Fue un parto agridulce», explica Lourdes, la abuela de la criatura.
Mientras en el centro sanitario la tormenta era lejana y lo único fuera de lo habitual eran las alarmas de los móviles, el padre se encontraba atrapado entre Pedralba y Bugarra. Su coche, rodeado de otros detenidos, no podía avanzar. Horas más tarde, cuando el temporal amainó, ayudó a rescatar a varias personas de un almacén y luego consiguió llegar a su casa, aunque sin poder entrar con el coche porque los accesos estaban cortados por las inundaciones.
Por suerte, solo las casas más cercanas al cauce, el polideportivo y la depuradora fueron afectadas. Durante los días siguientes, la localidad vivió sin luz, agua potable y cobertura. «Si hubiera roto aguas media hora después, no habría podido salir. Aquí no hay médico ni nadie que la pudiera atender. El parto fue complicado y ahora mismo podría estar contándote otra historia», dice Judith, la otra madre del niño. «Fue una suerte, el sintió que tenía que adelantarse para que todo fuera bien», sentencia.
Dos días después del nacimiento, las madres, la abuela y el bebé llegaron al pueblo. El hospital les permitió quedarse unos días por la falta de recursos que sufría el municipio. «Cuando llegamos estaba todo cubierto de barro. Sin embargo, la gente nos esperaba con agua, pañales y leche. Habían pensado en nosotros», recuerda con cariño la familia. El paisaje era otro y el shock fue inmediato, pero la llegada de Pau fue «un rayito de luz. Todos querían verlo. La gente pasaba por la ventana manchada de barro por la limpieza para ver al pequeño», cuenta Judith.
Lo conocen como «el niño de la dana» y todos saben la fecha de su cumpleaños. A pesar de las connotaciones negativas que podría tener, todos lo dicen con felicidad. Para sus madres, fue duro pensar que su hijo no conocería el pueblo donde ellas se habían criado, pero se consuelan con que vivirá en otro y se convertirá en «su Gestalgar».
Roc, hijo de la suerte
Roc nació el 30 de octubre de 2024, cuando el desastre ya era una realidad palpable en l'Horta Sud. Las carreteras estaban cortadas y salir de Silla, el pueblo natal del bebé, era imposible. Raquel, su madre, dio a luz en el ambulatorio del pueblo, en una consulta de urgencias improvisada y una mañana gris en la que Valencia despertaba desolada.
No obstante, esta historia con final feliz empezó mucho antes. Raquel pasó el día 29 pendiente de las noticias del temporal: «Sabíamos que llovía mucho, pero pensábamos que sería como siempre: zonas inundadas que se drenan cuando pasa lo más fuerte», explica. Durante el día, empezó a sentir las contracciones y llamó a sus amigas para que le hicieran compañía en casa. Entre esas amistades se encontraba Cristina Moreno, matrona de profesión. «Por suerte ese día no trabajaba y pudo venir», dice aliviada.
Cuando la exploró, declaró que el parto ya había empezado. Llamaron a la ambulancia, pero sus responsables descartaron de inmediato la posibilidad de llevarla al hospital ya que la pista de Silla estaba anegada. «Ni a La Fe ni a la Ribera. Me llevaron al centro de salud, que era la mejor opción», cuenta la madre.
«Fue un milagro contar con Cristina, si no, habría parido sin nadie que hubiese asistido un parto nunca», recuerda. El alumbramiento fue completamente natural ya que no había ni calmantes, ni epidural. Pero la falta de recursos fue compensada con el calor de sus personas más cercanas. Al no parir en un hospital pudo contar con el apoyo de casi toda su familia y amigos: «Ellos sufrían al verme con dolor, pero estaban muy emocionados de poder vivir eso conmigo». No le contaron la realidad de lo que sucedía a pocos kilómetros para que pudiera centrarse en lo más importante, aunque Raquel escuchaba las alarmas de los teléfonos.
Otra coincidencia que ayudó a que Roc llegara al mundo sano y salvo fue que durante la mañana del 30 una única pediatra consiguiera ir al ambulatorio. Ella pudo hacer las primeras comprobaciones al niño cuando nació. Ahora es su médica habitual.
El parto, que empezó la tarde de la riada, se alargó hasta la mañana del día siguiente. En cuanto pudieron, trasladaron a la familia al hospital en ambulancia. «Tuvimos que dar una vuelta enorme, por Sueca, El Perelló y el Palmar. Fueron 50 minutos de trayecto con las sirenas encendidas. En condiciones normales duraría diez», rememora la madre.
«A veces pienso en lo que podría haber pasado. Si mi parto se hubiera complicado, si no hubiese venido mi amiga matrona o si la pediatra no hubiese podido llegar...», se cuestiona Raquel mientras agradece el cúmulo de casualidades que ayudaron a que todo acabara bien. Lo que podría haber sido una experiencia de miedo se convirtió en un ejemplo de apoyo y comunidad, como una premonición de la que sería la actitud de los valencianos los días posteriores a la riada.
Balma, la luz que llegó a Picanya
El agua rompió las puertas, invadió garajes y anegó calles enteras el 29 de octubre del año pasado. Picanya fue uno de los pueblos a los que les tocó vivir el caos. En una de las casas del municipio estaba Glòria, una mujer embarazada de 41 semanas. La planta baja de su casa quedó inundada. Ella sentía que el miedo le subía por dentro con la misma fuerza con la que el agua ganaba terreno en su hogar. Su hija, Balma, estaba a punto de nacer.
«Mi hermano, que vive en Paiporta, nos avisó de lo que venía, así que mis padres, que estaban en casa, se quedaron con nosotros», recuerda Glòria. «Todo parecía normal hasta que los vecinos empezaron a gritar: '¡Que viene el agua, que viene el agua!'», explica la picanyera.
Mientras el agua se colaba en casa, Glòria empezó a valorar la posibilidad de que el parto pudiera empezar en cualquier momento. El pánico se apoderó de ella ya que llegar al hospital no era una opción real. «Era un embarazo de riesgo, con tratamiento anticoagulante, pensaba que si me ponía de parto me desangraría y me moriría», rememora con angustia por revivir el momento.
En cuanto amaneció, toda la familia se dedicó a llamar al 112, pero ninguna respuesta llegó a sus teléfonos. La Policía Local tampoco atendió su solicitud de ayuda. Sin embargo, como si de un milagro se tratara, la Guardia Civil logró acceder al barrio y llevarla al hospital. «El personal sanitario me llamaba 'La chica del barro' porque iba entera manchada», comenta. Ella no estaba de parto activo pero no pensaba moverse de allí ya que temía no poder llegar de nuevo si volvía a casa. Horas después, le indujeron el parto.
Lo que parecía una victoria, adquirió tintes amargos, porque llegó sola al paritorio. Josep, su marido, tuvo que andar desde Picanya hasta Valencia durante dos horas para poder asistir al nacimiento de su segundo hijo. «Tuvo que saltar coches y caminar sobre el barro y la basura que arrastró el agua, por eso tardó tanto», explica Glòria.
El esfuerzo mereció la pena ya que, aunque completamente sucio, llegó a tiempo para ver el nacimiento de su hija. Durante los días siguientes, madre e hija permanecieron en el centro sanitario porque volver a Picanya era una odisea. «En el hospital no podían registrar a la niña y los juzgados del pueblo también estaban cerrados. Balma estuvo en el limbo hasta que consiguieron un coche de un amigo para inscribirla en Valencia», cuenta la madre.
La vuelta a casa, dos días después, no fue sencilla. La planta baja de su casa estaba totalmente destrozada, el olor a humedad se había apoderado de las estancias, los coches eran chatarra y el agua corriente era un bien intermitente. La situación no era compatible con un bebé recién nacido y su hermano mayor de un año. «Tuvimos la suerte de que un amigo nos ofreciera su piso cerca del hospital y nos fuimos allí», recuerda apenada.
Hasta diciembre, la familia quedó dividida, los niños, su madre y su abuela estaban en Valencia, donde la rutina no había cambiado. En casa se quedó su padre, que se encargó de limpiar todo el barro junto a los familiares que fueron a colaborar. Se veían muy poco, ya que Josep tenía que ir andando para verlos y en octubre se hace de noche pronto. La primera vez tardó una semana en ir. Conforme avanzaron los días consiguió una bicicleta y pudo ir más a menudo. No obstante, no podía quedarse a dormir porque la casa de Picanya se quedó sin puertas y alguien tenía que vigilarla. «Se ha perdido el primer mes y medio de la niña. Eso es lo que más me ha dolido, no poder hacerlo todo conforme había pensado. No hay nada como compartir esos primeros momentos con tu pareja», se lamenta. Los abuelos también tardaron mucho en conocer a la pequeña. Los del lado paterno, que viven en Alfafar, tardaron diez días, cuando consiguieron coger dos autobuses que los dejaron en la ciudad.
«Para mí lo peor no fue el parto, aunque pasé mucho miedo. La parte más dura vino después. Todo era un caos, la familia estaba separada, la casa estaba destrozada y apenas nos habíamos podido llevar ropa al piso que nos prestaron», afirma la afectada. Su hijo mayor, que ahora tiene casi tres años, no entendía lo que pasaba. «En Valencia podía jugar, si nos hubiésemos quedado en Picanya habría estado encerrado en la planta de arriba sin salir», explica su madre. No ir a su 'escoleta' de siempre porque quedó anegada por la barrancada también fue un palo muy duro para el hermano de la recién nacida.
Balma significa 'cueva' en valenciano, en específico se refiere a una cavidad natural profunda que da abrigo. Eso fue Balma, un cobijo de esperanza en medio del caos. Su familia se negó a ponerle 'Dana' a pesar de las sugerencias de la gente, y, aunque su nombre real no se haya puesto con ninguna intención, no ha podido estar más acertado. La niña crece y pronto cumple un año en una fecha que es amarga y a la vez dulce gracias a ella.
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