Las ciudades son responsables del 75% de las emisiones globales de CO2. De ese 75%, aproximadamente un tercio se debe al transporte, otro tercio al consumo energético de los edificios y más del 10% a actividades de construcción y los materiales utilizados. Es decir, la forma en que construimos nuestras ciudades tiene un gran impacto en las emisiones globales.
¿Y cómo las construimos? A un ritmo explosivo y de una manera ineficiente. Tras miles de años, desde las primeras ciudades, en 1960 llegamos a los mil millones de habitantes urbanos en el mundo. Menos de 6 décadas después, superábamos los cuatro mil millones. Un ritmo claramente explosivo, pero ¿ineficiente? Sí, porque la superficie urbana creció aún más rápidamente que la población en estas últimas décadas, unas 2 veces más, utilizando mucho más suelo y recursos por cada nuevo habitante. A nivel mundial la superficie urbana se multiplicó por 4 en unas 3 décadas, con tejidos urbanos mucho menos densos que los anteriores.
Esta manera vertiginosa de crecer tiene sus costes:
1. Menores densidades necesitan más infraestructura per cápita, con mayor consumo de materiales y energía para su construcción operación y mantenimiento. Barcelona, ciudad compacta, tiene unos 14 m2 de calle por habitante, mientras que Houston, modelo suburbano, tiene unos 140 m2. Las calles de Houston requieren unas 50 toneladas de materiales adicionales por habitante, con sus emisiones asociadas.
2.. En la ciudad dispersa todo está más lejos, con lo que la población tiene que moverse más y, mayoritariamente, en vehículo privado. En Barcelona la mitad de los desplazamientos son andando y cortos, en Houston el 90% en coche, más largos y gastando mucha más energía.
3. Los edificios, al estar más espaciados, tienden a ser más amplios, usando más materiales per cápita, tienen una mayor envolvente (superficie exterior de los edificios: fachadas, suelo y tejados) y necesitan más energía para calentar o enfriar.
4. A menor densidad, las áreas urbanas son menos productivas. Según análisis económicos, disminuir la densidad a la mitad puede suponer una reducción de la productividad total de los factores de entre 4% y 6%.
Más allá de los costes, las ciudades que se dispersan hacen la vida más difícil a sus habitantes. Una función clave de las ciudades es proporcionar a sus ciudadanos el mejor acceso posible a bienes, servicios y oportunidades. La dispersión dificulta esa accesibilidad y con ello limita las oportunidades de desarrollo humano y facilita la desigualdad.
¿Qué significa todo esto? Que transformar las ciudades para hacerlas mucho más compactas y eficientes debiera ser una pieza fundamental en la estrategia global del clima.
Sin embargo, mientras que ralentizar la expansión urbana y evitar muy bajas densidades ya forman parte de la narrativa global, reducir la superficie urbanizada es poco menos que anatema, a pesar de ser necesario. Más aún, los reglamentos actuales de planificación estipulan parámetros que van a seguir disminuyendo la densidad de nuestras áreas urbanas.
Está claro que, para reducir el calentamiento global, necesitamos «hacer más con menos», ser más productivos empleando menos recursos. En cambio, estamos construyendo ciudades que nos hacen menos productivos y que requieren más materiales y energía per cápita de lo necesario.
Si no revertimos el proceso, poniendo en lo alto de la agenda la necesidad de reducir la superficie urbana y compactar las ciudades, será muy difícil mantener a raya el calentamiento global.